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Anecdotario 1. Siempre Hay Una Primera Vez

La primera vez que vine a Nueva York fue en septiembre del 2001, mi hermana vivía en Brooklyn y tenían que hacerme un chequeo médico, mi hermano me acompañó.  Bajamos del avión y nos recibió ella con un abrazo y un listado de todas las cosas que íbamos a hacer entre museos, espectáculos en Broadway y turismo comercial.  Peleamos porque yo no quería hacer la mayoría de lo que había planeado y tuvimos que llegar a un acuerdo.  Acepté todos los paseos con excepción de la Estatua de la Libertad y las Torres Gemelas, a eso me negué con consistente determinación.

El Nueva York turístico es opuesto al Nueva York donde se vive.  Eso es común en todos los países, pero como aquí coinciden todas las naciones y culturas, la diferencia es más evidente. Durante ese viaje, igual que todas las personas que vienen de paseo, levanté la cabeza al cielo para ver los edificios, ahora me concentro en lo que sucede a la altura de mis ojos, probé ansiosa los hot dogs y pretzels de carreta, ahora en tres años y medio de vivir aquí no me he comido ninguno, me pisaron en la calle y me empujaron en la estación del tren, hoy con mucho orgullo digo que jamás le he hecho eso a nadie aunque ganas no me han faltado y acepto que ahora mi andar es más acelerado. Esa vez no hablé con ningún latino, ahora nos encontramos como imanes en las miradas nostálgicas, atrás de las cocinas, en los cuerpos cansados que duermen en el tren y en las historias de gente de una fuerza inderrotable. El Nueva York que conocí en el 2001 no es el mismo que el de ahora, porque recién comenzamos a entendernos.

El 11 de Septiembre de ese año era la cita más importante con el médico, un examen neurológico que tenía a mi familia en vilo. Según la ruta hacia la clínica teníamos que pasar por el área de las Torres Gemelas.  En un típico ataque de terquedad dije que -No- casi llorando, con angustia, y mi hermana tuvo que elegir otra vía.  Nos subimos al tren mientras peleábamos porque mi necedad era insoportable.  Salimos del tren y las calles estaban más caóticas que de costumbre, las ambulancias parecían animales en celo.  Recibimos una llamada de Guatemala al celular de mi hermana, eran mis papás diciendo que estaban viendo las noticias y que había habido un ataque terrorista, que una de las Torres había colapsado. Estábamos allí, con el humo, la muerte y la incertidumbre por detrás y mi cita médica por delante.   Aún no sabíamos con certeza lo que sucedía, mis hermanos decidieron seguir el camino a la clínica porque ese examen era crucial, querían encontrar la razón de mis desmayos que ya para entonces eran demasiado comunes.  Me atendió un médico griego colega de mi hermana, me hizo unas preguntas y luego me puso unos cables de colores en la cabeza que mostraban el movimiento de mis pensamientos o reflejos, mientras tanto mis hermanos averiguaban afuera lo que estaba sucediendo. Para esa hora Nueva York era un caos, la gente corría, los policías gritaban instrucciones de salida, las ambulancias se interrumpían unas a otras y una mañana soleada de principio de otoño se volvió gris, era un gris de polvo, miedo y desconcierto.

Suspendieron trenes y buses, no habían rutas abiertas para taxis ni carros y sin embargo todas las indicaciones de la policía eran de evacuar la Ciudad, no había cómo.  Comenzamos a caminar sin saber que sería la caminata más larga de nuestra vida.   Todavía tengo la imagen de miles de personas corriendo en una misma dirección. Fue entonces que comencé a conocer el verdadero Nueva York.  Mi hermano, antropólogo de profesión desde pequeño, no soltaba la cámara de vídeo, mi hermana, médica de profesión desde pequeña, se detenía cada 10 minutos a atender a alguna persona en crisis de histeria, infartos, caídas y ataques de ansiedad, yo, coqueta desde pequeña más no de profesión, peleaba con los peores zapatos para huir de una potencial Tercera Guerra Mundial. Desde el primer puente que cruzamos ya me estaban sangrando los pies.  Atravesamos Queens para llegar a Brooklyn, fueron 6 horas de caminata, estábamos exhaustos, y sin embargo mis ojos observaban mientras tanto el verdadero Nueva York, el de las zonas rojas, el de las contradicciones, el de la gente ridículamente rica y el de la gente absurdamente pobre, el de la clase obrera, la Ciudad de la constante migración física y emocional.

Llegamos a casa de mi hermana agotados y mi hermana nos mandó a comprar una pizza. El único lugar abierto era una taquería mexicana atendida por un asiático, en la que cocinaban un guatemalteco y un afroamericano que nos prepararon una pizza grasosa que nos supo a gloria. Eso es Nueva York, la diversidad no sólo cultural sino de coexistencia obligada que no siempre es tan abierta y respetuosa como parece.  Ahora que vivo aquí puedo darme cuenta que no importa de dónde vengamos, todos tenemos que empezar de cero ante los ojos de quienes deciden. Los siguientes días a la caída de las Torres Gemelas no había sino incertidumbre, la personal y la colectiva.  De eso nada ha cambiado 13 años después, la personal es una pregunta permanente sobre el futuro, el miedo a no volver y a tener que llorar a los muertos con lágrimas multimedia.

Estábamos supuestos a volver el 14 de Septiembre y sin embargo nos quedamos hasta el 21 pues todos los vuelos estaban cancelados. Desde Guatemala mis papás buscaban rutas alternas por tierra y mar para hacernos volver. Desde aquí, el olor a gente quemada, la indignación por tanta muerte discutía con la espina que recordaba el dolor que este país le ha causado a otros pueblos.  La pregunta colectiva era una respuesta silenciosa, sólo se trata de tiempo para esperar un próximo ataque, Nueva York se convirtió en el punto más vulnerable de un mundo ofendido y con razón.  Ahora 13 años después la pregunta sigue sin respuesta, a mi me da miedo vivir aquí mientras al mundo se le destruye a punto de guerra y alguien podría estar pensando en venganzas.

Cuando logramos salir juré que no volvería a poner un pie en esta Ciudad, pero como siempre, el amor es más fuerte, incluso más que mi propia necedad.  Cuando la gente me pregunta porqué vine a Nueva York observo la misma reacción de sorpresa e incredulidad al contestar que por amor.  Por amor a alguien llegué y por amor a mí me quedé.  Desconozco la extensión de mi estadía, pero se muy bien la extensión del aprendizaje.  El Nueva York del 2001 es distinto al que comencé a conocer el primero de diciembre del 2010.  Tres inviernos, cuatro primaveras, cuatro veranos y tres otoños que me han hecho llorar y reír con la misma intensidad.  Con mi país atravesado entre suspiros y esperanzas y un camino recorrido entre trenes, calles, contradicciones y estaciones agradezco ser receptora de un mundo en movimiento que se encuentra aquí y ha aprendido a convivir aunque no siempre de la manera más justa.  Lo que sucedió ese día del ataque me marcó para siempre, nunca había visto tanta gente junta, menos tanto dolor y tanta solidaridad.  Sin embargo durante estos casi cuatro años aquí he juntado anécdotas más poderosas que ese recuerdo.  Todos los días suceden cosas dignas de compartir, cuestionar, celebrar, indignarse o enternecerse por ellas.  He visto rostros con el mismo dolor que vi ese día, con las mismas ganas de salir corriendo y también con la fuerza de quedarse a reconstruir la ciudad, sus vidas y el futuro.  Aquí todos nos levantamos de los escombros más de una vez.

El resultado del examen llegó unas semanas después, el temor a sufrir de epilepsia, tener un tumor en el cerebro o cualquier otro diagnóstico fatalista quedó descartado.  Lo que se comprobó clínicamente es que soy muy sensible, al menos esa es la lectura poética que decidí darle para no angustiarme más.  El Síndrome Vasovagal es una forma común de desmayo por reflejo al dolor, estrés emocional, ansiedad, altura y cambios drásticos.  La condición perfecta para mí.   Ahora en lugar de desmayarme, escribo, y con esta nota comienzo a compartir una visión personal de un Nueva York donde  la gente que está aquí añora su país y viceversa, en el que día a día voy capturando las historias paralelas a la propia.

Así comienza en ViceVersa un anecdotario de una ciudad que tiene mucho por contar.

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