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daniel campos cronicas
Photo Credits: Kate Webster ©

Primer atardecer en Cabo Blanco

Al atardecer entramos a una de las piscinas naturales que se forman entre las rocas de Playa San Miguel cuando baja la marea. El agua fresca de tonos esmeralda nos acogía. Era lo suficientemente profunda para nadar y flotar a gusto. Por entre las altas nubes grises se filtraban, desde el oeste, rayos de sol como esperanzas luminosas. Estábamos en el extremo suroeste de la Península de Nicoya y en el horizonte, más allá de las grandes rocas donde rompían olas impetuosas durante la marea baja, se abría el gran océano Pacífico.

La mayoría de nuestro grupo de nuevos amigos se juntó en un círculo para conversar. José Pablo, mi compa espontáneo, y yo llevamos mascarillas y snorkels para curiosear bajo la superficie en el sector de la piscina más cercano a la rompiente de olas. Él atisbó una manta nadando cerca del fondo y me llamó. Me acerqué, la buscamos juntos y acabamos observando tres mantas nadando. Se habían quedado atrapadas en la piscina cuando bajó la marea. La barrera de rocas les impedía salir a mar abierto. Una manta tenía el dorso café de unos cuarenta centímetros de envergadura y una cola negra larguísima y fina. Las otras dos, que nadaban juntas, tenían más de un metro de envergadura en el dorso negro cubierto de círculos blancos que semejaban lunares gruesos.

Yo había visto antes la especie de manta café en el Golfo de Papagayo, hace ya unos veinte años. Una manta de veinte centímetros de envergadura flotaba en aguas poco profundas y diáfanas cerca de la orilla de Nacascolo, cuando esa playa era virgen, antes de que los hoteles de lujo arruinaran su naturaleza salvaje. Pero no había visto nunca a la otra especie de manta, más hermosa.

En ese momento no nos acompañaba Astrid, una de nuestras biólogas marinas, para preguntarle por las especies. Desde la playa ella me había ayudado a identificar una ave fragata o tijereta de mar ( Fregata magnificens ) sobrevolando la costa con sus alas extendidas en forma de M alargada y su cola abierta en horquilla. Pero en ese momento Astrid no estaba cerca nuestro para ilustrarnos. Nuestra falta de conocimiento científico, sin embargo, no impedía la apreciación estética. Ambas mantas, bailarinas engalanadas con sus vestidos negros de lunares blancos, nadaban con gracia y suavidad. Se me aceleró el corazón al presenciar tanta belleza.

Luego de observarlas salí del agua y caminé solo por las rocas altas que penetraban la rompiente y separaban la piscina natural del mar abierto. Quería sentir de cerca el fragor del impetuoso océano. Mientras el Sol se acostaba, di gracias a la Vida por traerme a un paraje tan remoto y hermoso de mi amado Pacífico costarricense.

Luego me di vuelta y miré al grupo de mis nuevos amigos. Warner y Lara se habían acercado a José Pablo para observar las mantas. Los demás aún tertuliaban en círculo en la piscina natural. Yo escuchaba el lejano rumor de voces y risas. Esa tarde ya habíamos compartido, mientras conversábamos también en círculo en nuestro albergue, algunas de las alegrías y tristezas, dolores y esperanzas, que nos habían llevado a viajar juntos a la Reserva Natural Cabo Blanco. Habíamos empezado a cultivar amistades sanadoras y joviales. Di gracias en mi corazón por ellos. Entré de nuevo al mar y nadé a través de la piscina hasta unirme al círculo.


Photo Credits: Kate Webster ©

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