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daniel campos cronica
Photo Credits: Leonora (Ellie) Enking ©

Primer amanecer en Cabo Blanco

Dormíamos arrullados por el canto de grillos y chicharras y el rumor incesante del mar, cuyas olas rompían en las rocas apenas a cincuenta metros de nuestro albergue, en la Playa San Miguel de Cabo Blanco. La oscuridad era absoluta, pues la Luna se escondía detrás de un manto de nubes y nos refugiábamos bajo las copas frondosas de enormes árboles tropicales.

Yo sabía que Emi, mi nueva amiga de corazón sensible, poderoso y profundo como el inmenso océano, y José Pablo, mi compa de aventuras, dormían cerca de mí pero no les veía. Ni siquiera podía ver mi propia mano. Yacía semiconsciente y silencioso, con los ojos cerrados. Respiraba con calma. Mi corazón latía sereno.

De repente, escuché el primer canto de un soterrey invocando el nuevo día. Alba, sigilosa, acarició muy lentamente mis párpados con sus suaves dedos de luz. Escuché los cantos del bosque y el mar. Sentí la humedad en mi piel. Olí el aroma exuberante de la flora besada por la brisa marina. Me sentí vivo y pleno en la nueva mañanita que el soterrey cantaba y Alba comenzaba a iluminar.

Empecé a percibir el movimiento de otros cuerpos en el albergue. Habíamos acordado caminar hasta Playa Balsitas antes de que subiera la marea, para disfrutar allí los primeros momentos del día, antes de desayunar. Así que nos levantamos con esas primeras luces, tan tenues. Emi se puso de pie. Distinguí su silueta, alta, firme y majestuosa como una ceiba. Yo le seguí. José Pabló no reaccionó. Lo dejamos dormir. En la terraza ya se reunía un grupo madrugador.

Hasta nuestro albergue llegó Yaudy, una simpática muchacha de la zona norte de Costa Rica. Idealista, generosa y amante de la naturaleza, trabajaba como Coordinadora de Voluntarios en la Reserva Natural Cabo Blanco y conocía los senderos y playas del sector occidental que visitábamos. La noche anterior había ofrecido guiarnos hasta Balsitas y madrugó para hacerlo.

Siguiéndola, empezamos a caminar por la penumbra del sendero en medio del bosque seco. Pero pronto salimos a la claridad de la playa para caminar a lo largo de la costa y bordear dos puntas rocosas hasta llegar a nuestro destino. Nos encontramos con un amanecer de luz suave y azulada, matizado por la textura encrespada del mar y las nubes en la distancia.

Caminábamos juntos. Algunos conversaban, otros guardábamos silencio. Como tiende a suceder, me quedé atrás y miraba a mi grupo de amigos caminar en frente de mí. Solamente Warner venía más atrás. Ya nos había advertido que le gustaba llevarla suave al caminar.

Cuando bordeábamos la segunda punta, la que verdaderamente divide a San Miguel de Balsitas, me quedé escuchando el romper de la marea que subía contra las rocas. Posada en una de esas piedras, una garza tigre cuellinuda (Tigrisoma mexicanum) contemplaba el mar al amanecer. Escrutaba sus voces, sus texturas, sus movimientos, sus tonos, sus ondulaciones. Yo observé a la garza, al mar impetuoso y verdoso, al cielo azul grisáceo. Por un momento me reconocí en la garza contemplativa. Cuando ésta alzó vuelo a lo largo de la playa, continué mi caminata y me apresuré para alcanzar a mis amigos.

Griselda se percató y con su dulzura característica, me esperó. Entonces, mientras caminábamos por las rocas, conversamos a fondo por primera vez. Su padre fue filósofo y profesor universitario, como yo. Cursó su doctorado en Lovaina y por ello Griselda vivió varios años de su infancia en Bélgica. Ello le abrió, desde muy chiquitica, los ojos y la mente a la gran diversidad natural y cultural de nuestro mundo. Nutrió además su curiosidad intelectual y vocación académica. Hoy trabaja como científica, investigadora y docente en la universidad. Por la forma en que se le iluminaron los ojos negros al hablar de sus estudiantes y asistentes de laboratorio y por la alegría de sus interacciones con ellas, sentí que amaba el formar nuevas generaciones científicas y ciudadanas. En su mirada tierna y la suavidad de su expresión afloraba su sensibilidad.

Cuando pisamos la arena blanca de Balsitas, ya éramos más amigos. Allí alcanzamos al resto del grupo. Yaudy nos había guiado a un recoveco hermoso de la playa. La luz se intensificaba y el azul grisáceo del cielo se aclaraba gradualmente, a pesar de las nubes. Ante nosotros se abría el Pacífico y se iniciaba un nuevo día, riquísimo en posibilidades vitales.


Photo Credits: Leonora (Ellie) Enking ©

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