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Alejandro Varderi

Presencia (fragmento de novela) 

a la memoria de Isaac Chocrón*

Simón se tocó el hematoma producto del último cateterismo cardíaco que le habían practicado hacía unos días pero no sintió dolor; apenas una molestia ligera, como si de una reacción alérgica se tratara, y pidió un whisky. Encarna llegó con el vaso y lo dispuso sobre la mesa camilla junto a la cama, retirándose enseguida para continuar con sus labores domésticas. Venían los señores Bruno y Leo a almorzar y estaba preparando una paella, pues al doctor siempre le gustaba comer paella los viernes, aunque imaginaba que poco comería esta vez; lo veía demasiado débil, pero sobre todo deprimido, muy deprimido.

Él que tanto hablaba, que no lograba estar con más de tres personas juntas sin transformar la reunión en una fiesta, llevaba semanas expresándose con monosílabos y mirando fijamente al techo, desde la cama de hospital que habían mandado poner en mitad de la sala, al no poder subir ya hasta el cuarto principal donde, Encarna temía, el doctor no volvería a deshacer su famoso tálamo circular, ni a retozar con aquellos jóvenes cambiantes quienes, no obstante, nunca lograron llenar el vacío que Renan dejó por todos los rincones.

“Renan”, evocó Encarna, tan desordenado después de muerto como lo fue en vida, cuando le iba detrás recogiendo lo que quedaba abandonado. Pero quién iría a decirle algo si te desarmaba con tan solo enarbolar esa sonrisa pícara, ondeando siempre al viento de todos los suspiros. Porque si alguien hubo de irresistible en Caracas, ese fue Renan. Y, por supuesto, Simón quedó prendado apenas lo vio entrar en su clase de Economía Política Global; la última que Renan tomó nunca, ya que inmediatamente se mudó con Simón, dejó la Escuela de Estudios Internacionales y se dedicó de lleno al diseño.

Muchos vestuarios para la compañía de danza de Leo y varias colecciones para las boutiques más chic de la ciudad creó Renan, antes de sucumbir al virus. Renan, causando una conmoción entre los amigos y conocidos, cuando Simón lo llevaba a fiestas donde nunca faltaría quien le preguntara incrédulo: “¿Pero de dónde lo sacaste?” Él adoptaba entonces un aire misterioso y por una vez se quedaba mudo, ya que, incluso para sí, la presencia de Renan en su devenir había sido un inesperado regalo de los dioses. “Algo habré hecho bien”, recitó como si del kiddush  se tratara, a pesar de que llevaba mucho sin celebrar el Sabbat, lo cual tenía a Encarna muy preocupada. Aunque ello ciertamente no implicaba que hubiera dejado de recordar y recordarlo pues, qué más podía hacer sino recordar… “Vay’hi erev vay’hi voker yom hashishi”, murmuró, tratando de invocar el lugar de sus crepúsculos y amaneceres, pero sin angustia, porque había dejado ya de temerle a la muerte.

El pánico a desexistir fue antes, quizás treinta años atrás, cuando llegó al medio siglo. Recién comprado este penthouse y adquirido con Renan ese equilibrio tan caro a la existencia; por eso le daba entonces terror perderla, no antes, en la veintena o la treintena, dado que ahí uno todavía se considera invencible. La conciencia del tiempo la adquirió luego. “Porque la vida, hasta llegar a los treinta, es como una montaña interminable que parece nunca vas a llegar arriba, pero a partir de ahí se convierte en un tobogán lleno de aceite que sin darte cuenta te deposita en los cincuenta”, recordó le decía filosófico Noel.

Noel, Renan, Samuel, María Josefina, para Simón cada vez más vivos, en tanto iba acercándose al final; mientras que aquellos, aún palpitantes, parecían sombras desprovistas de toda organicidad. Como Cosme, el amigo de infancia; distante, no solo por ser uno de los escasos sobrevivientes del petit comité, sino por su proximidad a la cúpula chavista, desde donde parecía patrullar los menores gestos de quienes quedaban todavía en pie o, en el caso de Simón, acostados. Por eso, haciendo un esfuerzo se incorporó y, con el primer trago de whisky, pareció animarse un poco, así que llamó a Encarna y ordenó que lo afeitara…

La mesa aparecía perfectamente dispuesta: Encarna no había dejado que el desgaste del doctor erosionara los rituales de sus instantes más logrados. En las dos cabeceras, Simón y Ángela, a la derecha de cada uno, Bruno y Leo y, en el centro, la paella. Ángela servía y Bruno escanciaba el vino, mientras Simón seguía con la mirada los pormenores de aquel protocolo tantas veces repetido, allí o en las casas del padre y de la hermana. Ambos, idos también hacía tanto y, por ello, presentes hasta el punto de no saber si era María Laura o Ángela, quien en ese preciso instante le ponía enfrente un plato, que no iba a tocar, y le anudaba amorosamente al cuello la servilleta de hilo.

“Me gustaría poder escribir la historia de mi amistad con Ángela, pero supongo que ella se encargará de hacerlo cuando ya no esté; para eso es escritora”, pensó, sorbiendo el vino que coloreó en parte la servilleta y el borde de sus labios, resecos como consecuencia de las medicaciones. Ángela lo miró como si adivinara, lo cual no era de extrañar ya que desde que se conocieron, al ella llegar con Noel y Nicolás a la celebración de su medio siglo, había ido ocupando los espacios dejados vacantes por las mujeres de sus mejores momentos, convirtiéndose así en el regalo más idóneo que ellos hubieran podido darle.

Noel, “esperándome con Renan al final de la cuerda”, fantaseó. A Nicolás había dejado de verle, tras el entierro de Noel, pese a él llamarlo cuando volvía esporádicamente a Caracas; quizás porque le recordaba con demasiada precisión la época cuando iban los cuatro al apartamento de Laguna para no hacer sino bañarse en el mar, jugar cartas y bajar luego al chino a por arroz agridulce y lumpias. Ahí nada hacía sospechar que la cuerda de Renan sería tan corta y la de Noel se acabaría inesperadamente. Al menos él había contado con un lapso holgado para acostumbrarse a la idea. “Los sobreviviré también a ellos”, especuló, contemplando la fragilidad de Leo, y la mano algo temblorosa de Bruno mientras llenaba los vasos.

El almuerzo prosiguió con la tranquilidad propia de quienes comparten una larga promiscuidad afectiva, y sin sorpresas pues de cada uno lo conocían todo. Bastaba con verles interactuar para saber que cada gesto contenía el germen de esa complicidad, solo existente en aquellos dables de desenvolverse sin reservas. Y en tanto cambiaba la coloración proveniente de los prismas puestos a filtrar el sol desde la terraza, así variaba el ambiente de aquel comedor, cual si se encontrara dispuesto sobre un escenario. Algo nada extraño ya que, para Simón, la existencia siempre fue su teatro particular.

Rebelde, consentido, pedigüeño, insatisfecho, reclamador de afectos pero ferozmente privado e independiente, Simón, como Noel, vivió siempre solo. Renan fue la excepción y, tras desaparecer prematuramente, aquellos niños bulliciosos fueron apenas la excusa para evadirse momentáneamente de tanta pesadumbre. Ni la traumática pérdida de la hermana, ni las deserciones voluntarias o involuntarias de familiares y amigos dejaron una herida más abierta en el revés de sus días, mostrados únicamente por su lado más complaciente, a fin de enmascarar la aflicción envolviendo incluso los recuerdos, en esta etapa del Heshbon Hanefesh o lapso para saldar las cuentas del alma.

“¿Qué he hecho yo con mi vida?”, preguntó al cielo, a fin de ser consistente con tal deuda, en tanto se llevaba trabajosamente a la boca una cucharada de helado; lo único que le aliviaba de tanta intemperie. Pero arriba solo apuntaba el blanco del techo, así que siguió comiéndose el mantecado, mientras los demás se hacían eco del dulce, en su caso deslizándose, saltarín, de la comisura de los labios a la servilleta. Ángela se levantó a secárselos y Leo le estrujó la mano en señal de complicidad, porque también él parecía estar ya más allá que acá. Ello no acabó de gustarle a Simón, supremamente autosuficiente e individualista; herencia de su período estudiantil en Washington, donde volvería muchas veces en misiones diplomáticas. Por eso hasta antes del último ataque, había podido vigilar con escepticismo y conocimiento de causa el torpe desarrollo de la política exterior del actual gobierno, tan distinta a los años cuando la democracia era aún un juguete nuevo que, como con él, también el paso del tiempo acabaría por estropear.

Pero tanto Bruno como Leo y Ángela poseían el protagonismo de actores experimentados en desentrañar los códigos de la representación, así que nadie le dio importancia a las caras y remilgos de Simón, quien seguía allí aunque por momentos cerrara los ojos y las imágenes de sus afectos intangibles ocuparan la corporeidad que ellos tan diligentemente custodiaban.

Encarna se había retirado al traer el café, y la tarde iluminaba los espacios a través de cortinas y persianas haciéndoles flotar en la penumbra: barcos sobrenadando heridas, dádivas, pérdidas y afectos adheridos a las proas puestas a apuntar hacia un puerto cada vez más cercano. Solo Ángela parecía tener velas para navegar más lejos. Y es que, claro, cuando llegó a la intimidad de Simón recién terminados los estudios de letras, salía de un difícil divorcio y los hijos apenas empezaban a caminar.

Enseguida se instaló entre ambos la costumbre de aquellos almuerzos frecuentemente transformados en un tête-à-tête, donde Simón hablaría y Ángela escucharía, pretendiendo con ello alejar el fantasma del abandono, persiguiéndolo desde que la madre se fue un día de casa sin despedirse, y el padre lo internó al poco en una escuela militar canadiense para que le cambiaran las ideas y le fortalecieran el carácter. Buscándoles y buscándose pasó la primera juventud, y al regresar a Caracas encontró, volviéndoles a ver, que no valía la pena seguirlo intentando. Si bien habían quedado intactos los ceremoniales puestos a acercarlos finalmente, aun cuando solo fuera de manera protocolar, lo cual, para quien participó con tanta intensidad de la carrera diplomática, resultó ser suficiente.

Lo otro, lo esencial, llegó con la familia escogida, fundada afecto a afecto en los pasillos de la Cancillería y la universidad. Así fueron llegando Bruno y Noel, quienes a su vez contribuyeron al petit comité con Leo y María Josefina. Cosme, sin embargo, no perdió su lugar privilegiado, al haber sido el compañero de juegos cuando vivían en casas colindantes de la Floresta. Después compartieron proyectos y hasta algún amante; pero ninguna aventura los preparó para aquel extrañamiento, donde la escisión provendría, no de algún malentendido o una traición íntima, sino de un abismo político insurmountable, donde se habían precipitado incontables apegos en estos catorce años de revolución a la caribeña.

La ruptura con Cosme siguió, así, un camino similar al que han transitado amigos entrañables y familias a lo largo del país: un sorprenderse por desconocer al otro, una rabia contenida en el lapso de negociar posturas, un estallido ante la impotencia de encontrar terreno común para el diálogo, una separación violenta en el frenesí por arrancarse del sistema a quien habría participado de cada acontecimiento memorable. Algo para Simón enormemente doloroso, aunque no quisiera o no pudiera aceptarlo, por encontrarse, esta tarde de junio, tan cerca ya de lo más desconocido.

Bruno abrió el libro de las grandes casas caraqueñas, diseñado por él tres décadas atrás, que Simón siempre tenía sobre la mesita de centro, y lo abrió en las páginas donde aparecía la de María Josefina y Günter. Con la escultura de Henry Moore al lado de la piscina, los retratos que Richard Avedon le tomó a la pareja montados sobre la cabecera de la cama, la serigrafía que Andy Warhol hizo de María Josefina, ubicada en una pared encima de un sofá vienés del salón principal. Recorriendo con la vista el papel satinado de cada imagen, Bruno invocó a la amiga esfumada por el cáncer hacía tan poco y se sintió más acompañado; pues debía reconocer que, cuando Simón se hallaba presente, no había lugar para nadie, fuera aquí o donde se encontraran. Y más cuando se le veía como hoy tan distante; cual si los estuviera observando desde otro lugar desconocido, por todos menos por él. “Así es, pues, la antesala de la muerte”, especuló, cerrando el libro y enviándole una seña a Leo para advertirle que se acercaba la hora de retirarse.

Leo asintió con la mirada haciéndola planear sobre los objetos tan reconocibles de aquella casa, y la dejó posarse en la fotografía que Renan le tomó con el traje diseñado por él, para la versión de “Chopiniana”, presentada por su compañía, en el Teatro Nacional, hacía poco más de seis lustros. Entonces la vida parecía fluir en cascada por el cuerpo de Renan, sin ninguno sospechar que ya el mal comenzaba a desgastarlo por dentro; ese cuerpo tan apetecido, escurriéndose veloz entre las manos de quienes sucedieron a Simón. “El único, debo reconocer, que lo veneró hasta el final”, razonó Leo, al presentársele imprevistamente flashes de la agonía de Renan, sufrida en soledad por Simón y Encarna, pues fue con ellos, entre estos mismos objetos, que Renan expiró para quedarse.

También Ángela se debatía entre quedarse e irse. Porque si bien debía terminar un artículo para el periódico del domingo, tampoco quería dejar a Simón solo. Sabía que Encarna no lo perdía de vista ni un segundo. Sin embargo, tras estas tres décadas de amor “a prueba de metralla como afirmaba Noel”, se dijo Ángela, conocía el sentido de sus menores gestos, y los de hoy la alarmaron sobremanera. En verdad no lo había percibido nunca así de lejano o, peor, indiferente. Él, supremamente curioso, locuaz, indagador, ocurrente, agudo, irónico, “pero nunca mordaz”, recalcó, parecía haber desviado su atención hacia regiones vedadas incluso para ella. Y Ángela, quien poseía quizás el archivo más extenso de las peculiaridades de Simón, probablemente por deformación profesional, se veía impotente para rescatarlo de zonas tan remotas, lo cual le causaba una ansiedad que intentaba disfrazar prestándole pequeños servicios: acomodándole los cojines en el sofá, refrescándole con agua fría los labios, apartándole de la frente el cabello, y así parecer sentirse útil pero, sobre todo, indispensable

Esa indefectible indispensabilidad de Ángela, había sido para el Simón en plenas facultades, la prueba sensible de que también lo era a los ojos de quienes lo acompañaron en aquel trayecto, lleno de curvas y meandros, por donde transcurrieron sus mejores jornadas. El hecho de saberlas extinguiéndose, no le quitaba, empero, la satisfacción de seguir siendo el punto focal de un universo que había constituido toda su existencia y, a pesar suyo, seguiría expandiéndose sin él. Al menos Encarna iba a recordarlo tal cual fue, porque continuaría viviendo en aquel penthouse que le había dejado en herencia, aun cuando aún no lo supiera. Y no sería él quien se lo iría a decir; prefería mantenerla en suspenso hasta la apertura del testamento, a fin de hacerse a la idea de que todavía tenía entre los ojos el control de sus constelaciones mayores.

Encarna bajó a acompañar al petit comité hasta la puerta, y acomodar al doctor en la cama creciéndose en tanto se iba acercando la noche. La noche, sí, eran las horas más difíciles, que las últimas semanas había pasado en duermevela sobre un colchón a su lado, escuchando la fatigosa respiración y temiendo fuera la última, mientras revivía el suplicio de Renan pero sin compañía; pues con él habían sido los dos, sentados a ambos lados del lecho, quienes velaron a oscuras la extinción de lo que tanto amaban.

Le correspondería hacerlo sola y cerrarle los ojos cuando centelleara el último relámpago de sus tormentas, bandeadas, con más o menos acierto, durante más de cuatro décadas de mutua compañía y constantes cuidados hacia él, sus apegos y las casas donde habían vivido; siempre las del doctor, pese a haber ella comprado un apartamentico donde imaginaba iba a retirarse, una vez los sobrinos se hicieran con las llaves del penthouse.

Ayudándole con las labores del sueño, Encarna no podía dejar de pensar en lo injusto de verse obligada a dejar aquella vida, que había sido toda su vida, y no volver a cuidar la exuberancia de verdes puestos a cubrir la extensión de la terraza; ni a ocuparse de los ángeles llamándola con las manos desde su lugar en el cielo de una vitrina, desde donde los retratos de los afectos del doctor parecían, también, consagrarlo todo. Almuerzos, fiestas, viajes, borrascas temperamentales y sentimentales se fusionaban en el pasar vertiginoso de los años, solo visibles en el propio deterioro y en la inmortalidad de los rostros observándola tras el cristal. A cada uno había servido y rendido, si no pleitesía, sí el tributo que se esperaba de ella; además de ponerlos en el sitial correspondiente, a fin de obtener su aprobación aquí y en el más allá.

Simón intentó apartar con la mano la hojarasca oscureciéndole la mirada pero solo logró rasgar un claro minúsculo, un punto imperceptible entre los matorrales del bosque en que se encontraba perdido desde hacía tanto. Y eso que ya no contaba los días, suspendidos sobre la última ocasión cuando dejó por propio pie estas paredes, hablándole con renovada insistencia en tanto más se abandonaba a la contemplación de lo que sostenían. Óleos, dibujos, serigrafías, grabados, libros, fotografías abriéndose paso en su imaginario, para restituir los pormenores de un acontecimiento magnificado por enfermedades y quebrantos. Con lo que, cada tanteo de recuperación de la cotidianeidad perdida, traía aparejado un cansancio, diluyendo cualquier posible alteración del sentido hacia el cual se encaminaban sus pasos, inexorablemente.

“Me encantaría no morir antes de haber tenido otro día perfecto”, murmuró, mientras Encarna apagaba las luces de la casa y se encendían simultáneamente las de sus recuerdos; esta vez trayéndole el centelleo del mar bajo el sol de un mediodía en Laguna. Con Renan, Noel y María Josefina tumbados sobre la arena junto a él, para que el calor les secara los cuerpos tras el baño matutino. Esos cuerpos, que el polvo de las estaciones había devuelto al polvo donde lo esperaban.

 

*Isaac Chocrón (Maracay, 25 de septiembre de 1930 – Caracas, 6 de noviembre de 2011). Dramaturgo, traductor, ensayista y novelista venezolano. 

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