Querida madre, ayer en la penumbra de una vasta biblioteca, hubo una ceremonia íntima y casi misteriosa. Unos caballeros afables me hicieron miembro del National Institue of Arts and Letters. Yo pensaba en ti todo el tiempo.
Jorge Luis Borges, postal desde Nueva York
Enero-mayo, 2012
Lunes 9
Mami: ya van dos semanas en que mis pelos aparecen con forma de interrogación. Dos semanas en que sucede así. Dos semanas con pelos que me interrogan… Sí, lo sé, súper desubicado empezar el mensaje de esta forma, pero ayer recordé mis últimos días allá, con usted y el papá, cuando también se me caía el pelo. Tal vez nunca lo notó porque cada mañana cuando me duchaba los agarraba uno por uno y los metía en un pedazo de papel confort que tiraba por el guáter. Después, cuando estuve en Miami (¿por el clima?), no sucedió así. Todos los pelos en mi cabeza. Y ahora que estoy en esta ciudad; esta ciudad que es tan grande y caótica que hasta da miedo nombrarla, me está pasando de nuevo.
Le juro que la próxima vez me demoraré menos en responderle. Y le juro también que le escribiré más largo. Lo que pasa es que todavía estoy instalándome. Por eso aún no le cuento qué hago acá y cómo funciona lo que vine a hacer a esta ciudad. Y sé que me lo preguntó, un poco enojada, en uno de los mensajes anteriores, pero no le he querido decir nada, mamá, porque sé que se va a enojar aún más. Mire: usted sabe que llevo desde los quince cuidándome. Todos los días cuatro horas en el gimnasio, metiéndome esteroides y esas otras tonteras; desayunando y almorzando bistec con papas y cenando lo que usted ya sabe: batidos, los famosos batidos de proteínas que le costaban un ojo de la cara y que comprábamos por internet. No sé para qué le cuento esto si usted lo sabe. Lo que no sabe es lo que pasó cuando llegué a Miami, mamá. Sí, con la beca; la famosa beca para jóvenes físicoculturistas latinoamericanos con proyección internacional. Esos dos años en que me prepararía para las competencias; para ser el mejor, el número uno, orgullo nacional. Y así fue: llegué a Miami, nada de playa, derechito a las clases, aumenté mis horas en el gimnasio, tomé más batidos, más carne, y por las noches, en los dormitorios del internado, veíamos las películas de Schwarzenegger, quien también estuvo acá, hace tiempo eso sí, con una beca del gobierno austriaco.
Bueno, ahora la firme: apenas llegué a la escuela de físicoculturistas, la primera semana, me enfermé, mamá. Me cagué de miedo y me llené de tristeza. Quería regresar. Acá le dicen homesickness, literalmente estar-enfermo-de-hogar. Mami: me sentí ajeno. Tanta gente musculosa que hablaba puras huevadas; tantas conversaciones aburridas y esos batidos que nunca se acababan; el mismo sabor dulce pero no dulce, y la consistencia como barro en mi garganta. En fin, mami, llevo dos meses mintiéndole. Me salí de la academia hace un tiempo. O en verdad no me salí, sucedió que simplemente no soy bueno, aunque lo intenté. Qué quiere que le diga, no doy el ancho. Me quedé corto. Fallé. De los cien que llegan por cada promoción a la academia, sólo diez lo consiguen y pasan a ser profesionales. Yo ni siquiera estuve entre los cincuenta mejores, pese a que me esforcé, mamá, se lo juro. Es cierto que aún me quedaba un año y la posibilidad de intentarlo una vez más. Pero no pude. Pensé en muchos de mis compañeros treintones y me pregunté: ¿Qué hace esta gente ahora? Toda su vida entrenando para ser algo y de repente, zaz, tienen que regresar a la normalidad, buscar otra forma de vivir, pinchar todos esos músculos que por tanto tiempo inflaron. Pero yo no sé si uno se puede reinventar cuando se ha invertido tanto.
Por eso renuncié, mamá. Y luego de unos días de vagabundeo, y una semana limpiando baños en un hotel boutique, conseguí un trabajo en una aerolínea finlandesa. No le diré hace cuánto tiempo porque se enojaría, aunque tiene que entenderme, era la única forma de quedarme en este país. En fin. Por un tiempo fui el sobrecargo más feliz del mundo. Viajaba, ganaba dinero y me sentía aliviado luego de renunciar al físicoculturismo. Estuve casi un año en eso y durante todo ese tiempo le mandé cartas con mentiras, mamá. Así era mi vida: de mi departamento al aeropuerto, viaje, una noche en un hotel, viaje, hotel, más viaje, y luego, del aeropuerto a mi departamento. Y lo mismo por varias semanas hasta que un día, cuando comenzaba a replantearme si había sido una buena decisión, conocí a Jimi Fernández; un profesor barbudo y rechoncho de la Universidad de Nueva York que se asombró al ver un sobrecargo tan musculoso, morocho y subalterno en una aerolínea de puros nórdicos altos y paliduchos. Me lo dijo cuando le pasé su bandeja de comida (¿pollo o pasta?) en el vuelo, y me sonrió.
Disculpe, ¿habla español?, preguntó. Yo asentí. Entonces Jimi hizo más preguntas, algunas demasiado personales. Así que fui seco y cortante con mis respuestas porque, como nos enseñaron en los cursos de capacitación para azafatas y sobrecargos, siempre hay que mantener la distancia con el pasajero. Que tenga buen día, le dije. Pensé que Jimi se lo había tomado mal. Sin embargo, cuando aterrizamos y estaba a punto de salir del aeropuerto, lo vi de nuevo, a lo lejos. Me hizo una seña para que lo esperara.
¡Ey!, gritó.
Dijo que tenía que tomar otro vuelo en dos horas y que si me apetecía un café. No tenía nada más que hacer, mamá, así que le dije que sí. Nos sentamos en un starbucks. Conversamos. Conectamos. Jimi me contó la historia de su vida, le conté la mía. Hizo preguntas sobre la escuela de físicoculturismo; le hice preguntas sobre su trabajo como académico. Pedimos otro café. Hablamos más. Cayó entonces un silencio extraño y demasiado largo y Jimi me dijo que mi caso era perfecto. No entiendo, le contesté. ¿Mi caso?, ¿qué caso? Escúchame, ahora te explico, respondió y habló del PEC: Programa en Escritura Curativa. Ante mi cara de asombro, repitió que mi caso era perfecto. Sigo sin entender, le dije. Jimi continuó hablando, pero por dentro yo me hacía preguntas. ¿Por qué me estaba contando esto si yo, apenas, tengo un título de profesor de educación física?, ¿por qué me habla de volver a la universidad con tanto entusiasmo?, ¿no se nota en mi cara que soy un hombre de esfuerzo y acción, y no de libros ni teorías? Pero me quedé callado. Acá está todo, dijo y me pasó una carpeta con más información sobre el PEC. Jimi se despidió y fue a tomar su avión. Revisé los documentos, mamá. El PEC o Programa en Escritura Curativa es un programa experimental para la gente que no ha alcanzado la meta que se propuso para su vida. Seguí leyendo. A través de un nuevo tipo de escritura que mezcla creatividad y autoconocimiento, decía el documento. Ayudamos a los Casi Casi del mundo. No le voy a dar la lata, mamá, pero luego venían una serie de explicaciones sobre los tres meses de clases y sesiones; en qué consistía la beca y otras cosas así. Al final del documento estaban los datos de Jimi y los formularios para postular.
Un poco tiritón y sin saber cómo reaccionar a lo que la vida me ofrecía, fui a uno de los baños del aeropuerto. Estaba feliz, mamá. Ese encuentro con Jimi no había sido fortuito, estaba seguro. Fue un accidente, pero un accidente feliz; de esos que cambian la vida para bien. Me puse frente al espejo y saqué músculos; hice algunas poses, respiré para controlar mi adrenalina hasta que, en el reflejo, apareció otra persona. Ese no era yo, mami. Era otro; un yo posible; un yo feliz y futuro. Y pensé: qué vale la vida si no podemos doblarle la mano. Y dije: qué huevada, lo voy a hacer, postularé.
Sé que nunca le gustó la idea de que su hijo renuncie a un trabajo –y un buen trabajo, además– para cometer una estupidez como esta. Pero ya le dije: qué vale la vida si no podemos doblarle la mano. Yo creo que nada. Porque la vida es una competencia de gallitos. Y lo mejor es ganarla. O por lo menos intentar ganarla.
Miércoles 18
Mami: sé que no le gustó mi último mensaje. Lo sé por su silencio que se alarga y se alarga. Como esas mañanas cuando me negaba a entrenar y usted se enojaba; me sacaba en cara la cantidad de dinero que estaban invirtiendo en mí, los batidos, tan caros, y entonces me hacía la ley del hielo. A ver, mire, sabe que la echo de menos; echo de menos ir al gimnasio y por las noches comer y hablar con usted. Y reírnos del papá, que me imagino que está sordo y más viejo que nunca. Además, la soledad en esta ciudad es cosa seria, mami. A veces no hablo más que con mis compañeros de universidad; y casi nada.
Hay tanta gente en esta ciudad que todo pasa desapercibido. Por ejemplo ayer me sentía bajoneado, con el homesick de nuevo, así que fui a caminar. Yo creo que andaba deprimido por el invierno, ha nevado demasiado, son casi dos semanas sin sol y oscurece a las cuatro.
Bueno: esa mañana de sábado hubo unos rayitos de sol generosos y salí temprano al parque grande. Fui temprano, de hecho, porque pensé que iba a estar lleno de gente. Me imaginé a los niños en trineos, los puestos con pretzel y cidra humeante; esa felicidad grupal que sólo se da después de un nevazón. Pero no vi a nadie, mamá. Era yo y el parque grande. Y entre los dos un vacío humano del porte de un buque. Igual me puse a caminar y a pensar, y así se me fue la tarde cuando a lo lejos, vi alguien acercarse. Una figura humana, sí. Me alegré. Alguien, por fin. El lago del parque que estaba congelado, mamá. Y un hombre lo cruzaba. A medida que se acercaba, noté que tenía unas raquetas de tenis pegadas a las zapatillas con cinta negra. En sus brazos llevaba esas varas para esquiar. El señor le ponía empeño. Me quedé quieto. Pasó por mi lado, saludó cordialmente y siguió avanzando. Fue mi único contacto humano del día, mamá. Al verlo pensé en el papá, por el tamaño probablemente. Porque era un hombrecito. Con suerte me llegaba al pecho. Y recordé que a usted la molestaban en el colegio; me refiero a aquellas veces que el papá la pasaba a buscar luego de su jornada como abogado y les gritaban: ¡Ahí va la blancanieves y uno de los enanos!, como usted misma me contó una vez, en un arranque de confianza madre-hijo.
Por la tarde
Veo que respondió a mi mensaje de la semana pasada. Entonces voy a retomar donde quedamos la última vez, ya que me preguntó qué es esta huevada de Programa de Escritura Curativa; en qué chucha me metí ahora, cómo tan huevón para gastar tanta plata, etc.
El club de los segundones, mamá. Somos los Casi Casi y por eso nos aceptaron en el PEC, un programa que nos ayuda a través de la escritura. Somos cinco, mamá. Le voy a contar un poco de cada uno. El Alberto Kassel quiso ser tenista; las hermanas Dopico –Mayte y Sara– académicas; el Francisco Giorgi quería escribir musicales; y yo soy conocido como el cabeza de músculo, usted sabe por qué. Ja. A todos los conocí el primer día. Fue hace tiempo ya, mes y medio atrás. La universidad queda frente a un parque que tiene un arco de cemento. Es muy lindo, mamá. Hay ardillas, gente paseando perros y cuando no hace frío; cuando hay algo de sol, un pianista se instala a tocar. Yo me he sentado un par de veces a escucharlo. El pianista usa guantes negros con la punta de los dedos cortadas. Y de vez en cuando una ardilla se sube al piano, lo mira fijo y da vueltas histéricamente circulares.
Tenemos clases en un edificio a medio caer, en una de las esquinas del parque. En verdad, debe ser uno de los lugares más feos de la universidad, aunque no importa. Ese primer día nos juntaron a todos en un salón. Yo estaba nervioso. Me había puesto corbata y camisa y me sentí ridículo al ver que los otros andaban de jeans y polera. Tuvimos que decir por qué estábamos ahí, y después, Jimi se presentó junto al resto de los profesores que trabajarían en este programa piloto. Lo profesores son el Tartamudo, la Comprometida y el Rabioso. No son muchos, es cierto, pero como somos un programa piloto no se necesita más gente. Hay otra persona que, más bien, parece un ente gris que va y viene, y que le dicen Corrección Política. Creo que él o ella inventó el PEC. Y al parecer es muy importante.
Luego tuvimos nuestra primera clase. Fue con el Rabioso que hasta hoy seguimos sin saber por qué le dicen así (como persona es una seda). Partió la clase leyendo la primera carta que un poeta español le mandó a sus padres, cuando llegó a esta ciudad. Luego leímos una entrada del diario del mismo poeta en la que narraba lo que en verdad le había pasado durante esos días. Y resulta que casi todo lo que les contaba a sus padres era mentira. O una distorsión, más bien. Mientras el poeta español vivía con un hombre, le mentía a sus padres que, en la universidad, ya había visto un par de chiquillas más o menos guapas. Aseguraba que las clases ya iban a comenzar, cuando luego apenas asistió y por eso terminó reprobando todo. Por último, les contaba –o más bien les agradecía– por el dinero y la ayuda, cuando en verdad se lo había gastado casi todo y –por lo menos según su diario– no temía quedar en bancarrota, ya que siempre podía pedirles más dinero a sus padres. De hecho, explicaba el poeta español en el diario, en el momento en que sus padres se dieron cuenta de que su hijo era un fracaso, no les había quedado otra que mantenerlo.
El profesor Rabioso nos explicó que el poeta, a sus treinta y pocos años, era un Casi Casi como nosotros, pero que al menos lo tenía asumido. Y ese, nos dijo, es el primer paso. Y ahora quiero que hagan el mismo ejercicio, nos ordenó. Debíamos escribir una carta de llegada a la ciudad. Y no sólo eso, nos explicó, la carta tiene que ser enviada. Y quiero que la manden, no me importa si a través del correo, o un email, o en un mensaje en facebook; quiero que mezclen sus primeras impresiones de la ciudad con alguna verdad familiar que duela, dijo. Todos nos quedamos en silencio. Cuando terminen pasan por mi puesto y lo revisamos, dijo. El trabajo no se acaba hasta que yo vea, con mis propios ojos, que el mensaje ha sido enviado.
Y eso hice, mamá. Por eso tuve que contarle mi verdad. Renuncié al físicoculturismo y ahora estoy acá, en esta ciudad, tratando de entender mi fracaso.
Miércoles 1
Mami: gracias por su comprensión. En verdad me hace sentir mejor. Finalmente estoy haciendo esto por mí, pero a la vez por usted, y hasta por el papá. Aunque él no tenga idea dónde está parado porque ya está viejo, sordo y olvidadizo.
Me pide que le siga contando sobre el programa. Bueno, la otra clase que tenemos es con el Tartamudo. Es una clase, si no me equivoco, sobre herramientas narrativas. El Tartamudo dijo que nos iba a dar lo que necesitáramos para poder contar nuestra historia. Y así sanarnos o aceptar que no todos consiguen cumplir, en vida, la meta que se proponen.
La primera sesión partió hablando de sus proyectos literarios (Pornoperonismo, Pornopinochetismo y Pornofu- jimorismo, dijo algo sobre dictaduras y sadomasoquismo en América Latina). Y luego, nos pidió que pensáramos que tipo de escritor –ya que eso éramos: escritores– nos gustaría ser. Kassel levantó la mano y dijo que maldito. Las Dopico, al unísono, dijeron que académicas. Giorgi: de musicales. Yo: romántico. El Tartamudo se detuvo, me miró y levantó una ceja. ¿A qué se refiere?, me preguntó. En verdad, no tenía idea por qué dije eso, mamá. Simplemente recordé cuando veíamos las teleseries, ¿se acuerda? En el sillón de la casa juntos después de tomar once, mientras el papá nos preguntaba, cada cierto tiempo, qué estaba sucediendo en la pantalla. Y yo tenía que hacerle un resumen, y a veces, me involucraba demasiado en la trama y terminaba enojado; cansado de ver tanta gente sufriendo amores imposibles.
Expliqué todo esto en clases y el Tartamudo rió y dijo que bien; muy bien, no hay mayor drama que el propio.
Entonces el Tartamudo nos pidió que cada uno leyera su carta de presentación al PEC; las dos carillas con las razones de por qué creíamos que ya era tarde; que por qué habíamos fallado en la vida, etc. ¿Y sabe qué, mamá? Es muy extraño cuando se escucha a otra persona contar la historia de su vida y que a uno lo afecte y le toque la fibra íntima. De alguna forma, cada una de las cartas de presentación era como escuchar mi historia; la historia de mi fracaso. En fin. No le voy a contar todos los relatos. El del Kassel fue el más llamativo. El Kassel tiene treinta años y tres matrimonios fallidos (él no usó esa palabra, dijo tres intentos de matrimonio). Explicó que casarse no era una forma de sellar una relación con alguien, sino una forma de crecer como hombre. Dijo que él usaba a sus parejas para reflejarse, analizarse y luego las desechaba. Porque es más barato que terapia, dijo. Luego contó que todas sus esposas habían sido alumnas de la escuela de tenis de la cual su familia es dueña (es de familia con plata). Dos de ellas abortaron y la tercera, luego de que el Kassel la pateó, se convirtió en tenista profesional. De hecho, es famosa. El texto que leyó era sobre las veces en que prendía la tele para ver un partido de aquella exesposa; cuando así sucedía se bajaba los pantalones y se masturbaba con rabia pensando en que ella era famosa y él no (porque en vez de ser tenista se dedicó a casarse).
Hay gente muy rara en esto, mamá.
Extracto de “Prefiero a mi mami”, cuento incluido en Las Experiencias, libro que reúne, a su vez, otros dos libros de cuentos: La experiencia formativa (2016) y La experiencia deformativa (2020), ambos publicados en Chile por editorial Neón y el primero reconocido como mejor obra literaria por el Consejo Nacional del Libro de Chile.
Las Experiencias (editorial Suburbano) se puede comprar acá en todo Estados Unidos.