Oficialmente, ese fue el primer día de verano. La noche anterior habíamos celebrado la víspera de San Juan, una fiesta que en Cataluña tiene un aire más pagano que católico. En las calles hay correfocs, personas que van llevando pirotecnia encendida de diferentes maneras, y a quienes a veces les acompaña un grupo de percusión. Es una noche para quedarse hasta tarde por las calles a celebrar el día más largo del año.
Estar rodeada de tanto fuego por una noche hizo que me diese cuenta que tenía algo ardiendo por dentro. Estar cómoda no es lo mismo que estar bien. En el fuego ardió la ilusión de bienestar que tenía desde hace meses para darle paso a la realidad: no estoy tan contenta con algunas partes de la persona en la que me estoy convirtiendo.
Intenté ahogar esa sensación en la playa al día siguiente. A pesar de que en la orilla se sentía una fuerte corriente de aire, el mar no parecía tan picado. Sé que el mar no está en calma, pensé al escuchar mis sensaciones. Todo el fuego que me había quedado dentro de la noche anterior, rugía ante la vista de un mar que sabía que estaba más revuelto de lo que parecía.
Me senté con la madre de V. a mirar el mar mientras conversábamos sobre las inquietudes que teníamos una sobre la otra. Ese día era más que necesario. Poco antes de bajar a la playa, le había revuelto un tema que para ambas es importante, y sobre el que tenemos posiciones marcadas y contrapuestas.
Ni el mar ni yo estamos en calma, pensé cuando terminé de conversar con ella. La conversación tocó tangencialmente la herida de hacía un par de semanas: el conflicto identitario.
Después de las celebraciones, el fuego quedó extinto y el mar en calma, pero lo que se había removido dentro de mí seguía ardiendo y revuelto.
Photo by: Paola Maita