Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Victor Manuel Ramos

Post mortem

He visto cuerpos todavía calientes, desangrándose en el piso de un aposento donde el hombre mató a su mujer para limpiar el sucio de su conciencia, y después se mató él. Lo he visto más veces de lo que quiero relatar. Es que hay una combinación de cosas que vuelven locos a los hombres a cierta edad. Nuestras frentes se agrandan y el pelo se nos destiñe y los músculos pierden la definición y nuestras mentes cruzan por mañanas de mucha neblina. Descubrimos un día cualquiera que todo el deseo del mundo no es suficiente. Yo reunía todas las condiciones, aquella tarde que mi esposa me envió un mensaje de texto que no entendí.

“Me dejaste esperando, Alfred”, decía.

Y segundos después: “No sé si te voy a perdonar”.

Iba a responder cuando el teléfono de lo oficina sonó. Una conversación llevó a la otra y, más tarde, asistí a una reunión pautada esa tarde en anticipación a un juicio importante. El día se me fue, convirtiéndose en una de esas jornadas en que uno se pasa las horas ocupado y no logra nada. Caminé ese atardecer hacia la última rampa del estacionamiento municipal, mi bolsa en mano, sintiendo el aire gélido que envolvía la ciudad. Subí a mi Compass, puse la estación de noticias, más por costumbre, y saqué mi teléfono por un momento para leer pensamientos ajenos en Facebook.

Fui a escribir a Mildred, para decirle que estaba a punto de salir, como todos los días. Volví a ver su mensaje. Me pregunté: “¿Y quién diablos es Alfred?” Empecé a escribir y buscaba un emoji de cara sonriente para aligerar mis palabras, pero nada de eso me pareció apropiado y me puse a pensar. “¿Por qué no me envió otro mensaje después de esos? ¿No se daría cuenta?”—me pregunté. “¿De verdad le escribía a un tal Alfred y no a mí?” “¿Qué significaba eso?” Me sentí como un estanque sobre el que cae una roca y se hunde, sin dejar de causar ondas concéntricas que se esparcen hasta los bordes.

Sonreí para mí mismo. Era posible que ella conociera algún Alfred y que hubiera quedado de verlo, una mujer como ella que enseña a cientos de estudiantes por semestre y que dicta ponencias en simposios y conferencias internacionales. Conoce a mucha gente y mucha gente la conoce, ¿y eso qué tiene? Puede ver a quien quiera sin decírmelo, tal y como yo veo a mucha gente en horas de trabajo: los detectives, hombres y mujeres que dividen a la gente entre criminales y víctimas; las pasantes que se muestran diestras con el bisturí y luego del turno se van al escritorio a retocarse el pintalabios; aquellos abogados nerviosos que solicitan información y olvidan hasta responder el saludo. Somos gente de mundo y reservamos para cada uno espacios de la vida que nada tienen que ver con nuestras ocupaciones diarias. Nuestras vidas secretas, nuestras inseguridades, la irremediable vergüenza de no ser perfectos.

Delante de mí estaba el firmamento, cuarteado por trozos de nubes. La ciudad se mostraba como lámparas tras lámparas y disparejas torres de edificios, un reino de ecos sobre neblinas. Puse mi Compass en reversa, enderecé y salí curveando. Usé todos los atajos para ponerme en la carretera. Thelonious Monk acariciaba el aire desde los altoparlantes de mi vehículo, su versión de I Love You (Sweetheart Of All My Dreams), breve e intensa.

#

No hay desnudez como la de un cadáver sobre la mesa de autopsia. En esa postura supina todo cae en su lugar y no hay sonrisa que encubra sufrimiento ni ceño fruncido que lo exagere. Los brazos se vuelven extensiones por las que no corre nada, las piernas mangueras de fluidos estancados, el vientre un tambor distendido, y el pecho —el pecho sobre todo— es el vacío. Puedo decir, porque lo he visto más veces de las que puedo contar, que nuestra envoltura no pierde su dignidad, sino que gana una belleza pasiva cuando se encuentra ahí sin máscaras, sin ropajes ni pretensiones, un espejismo hecho carne a punto de desintegrar. Solo cuando dormimos, y en esos momentos raros que siguen al coito, nos acercamos a ese estado silvestre en que somos recipiente nada más. He visto todo tipo de cuerpos en ese estado y por ello también puedo decir que existe el alma. La conozco por su ausencia. Sé que este privilegio no le es dado a la mayoría de los mortales, pero a mí me sostiene. Cuido cuerpos en sus horas finales. Los exploro con delicadeza y precisión, y así reúno las señales que guardan sus cicatrices, marcas y sinuosidades.

Cuando tomo el escalpelo para hacer una incisión cutánea, sigo ese trazo con cariño. Extraigo con cuidado los sacos mustios que son los pulmones y abro el pericardio con cortes suaves aunque certeros. Separo con delicadeza los vasos sanguíneos para extraer el corazón. Sé dónde cortar para desvincularlo de venas y arterias; dónde inyectarle fluidos para examinar sus válvulas, y cómo ponerlo sobre una pesa y medir su volumen. Conozco los nombres de todos los músculos, de los huesos, de las coyunturas.

Sé también que nuestra vida es una luz que fluye desde lo desconocido.

#

No puedo dejar de mirar los cuerpos con este conocimiento íntimo, y alguna vez me he encontrado en pleno verano —digamos al esperar en la línea de entrada al teatro en una noche de esas en que mi esposa y yo hemos ido a Broadway— mirando los hombros desnudos de la mujer que lleva un vestido escotado frente a mí. Me he descubierto ensimismado con las estructuras internas de ese cuerpo y estudiando los puntos en que insertaría el bisturí si, por ejemplo, tuviera que examinar la condición de su tráquea; o si buscara la línea transversal para separar de su rostro el cuero cabelludo, retraerlo como una máscara y aserrar su cráneo, sacar con mis manos aquel encéfalo, todavía tibio. Admiro más que cualquier otro el secreto balance de tejidos, cartílagos y tiras musculares que nos constituyen, sabiendo que se pueden romper de tantas maneras.

Le he dicho esto a mi terapeuta y me ha mirado como a un loco: “¿Y a mí, me ves de esa manera? ¿Algo así como una masa de tejidos que habla?” inquirió una vez.

“Pues sí. A veces sí”.

Pensará que soy sicópata, pero yo sé que siento la más profunda reverencia y compasión por todos nosotros. Es parte de mi problema. ¿Cómo puedo sexualizar un cuerpo desnudo si empiezo a examinar su estructura ósea? ¿Cómo puedo besar unos senos sin concebirlos como bolsas sebosas? ¿Cómo internarme en la humedad de una mujer sin recordar fisuras que he visto en paredes vaginales de tantas violadas?

Pocas tolerarían esto, pero a mi querida Mildred no le molesta. No me dice nada cuando apago todas las luces. No se ha quejado de que yo haya preparado nuestra recámara con colores opacos, persianas venecianas y cortinas, hasta convertirla en un cuarto oscuro. Allí me dejo llevar por el tacto, por el olor, por la acritud de la piel en mi lengua, para reconstruir a mi mujer en la imaginación y ser aquel hombre que existía antes de ingerir el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal.

#

Sacar el reciclaje porque es martes; sacudirme las botas; guardar el abrigo; poner mi bulto en su lugar; ir al baño; lavarme la cara; mirarme a los ojos en el espejo y reconocer esas bolsas cada vez más definidas debajo de mis párpados inferiores. Encontrar a Mildred en la cocina, tarareando una canción de Adele. Alzar su pelo y besarla en la nuca. Mirarla sonreír, aunque sigue atenta al sofrito.

Esta no es una de esas noches en las que le toca enseñar o corregir trabajos. Esas otras noches cenamos juntos, y, luego, cada cual vuelve a su mundo. Ella suele encerrarse en el cuarto que era de nuestra hija, y se pone a leer, a tomar notas, a revisar exámenes, mientras yo me voy a la computadora que tengo en el sótano de la casa y pierdo tiempo en los foros de la red, donde tengo un apodo reconocido, “Doctor Bisturí”.

Nuestra hija se ha ido a la universidad y probablemente no regresará jamás a vivir con nosotros. A veces me pregunto qué le hicimos para que se quisiera marchar hasta la costa oeste, donde sigue gastando buena parte de nuestros salarios. Me hace más falta a mí que a Mildred, que quiere viajar y hacer cosas, volver a ser adulta y catalogar experiencias fuera de su identidad gastada de ser mamá. Hace unos meses fuimos a Milán, a instancias de ella, y dimos vueltas y vueltas por ciertas calles empedradas hasta que me dolieron los pies y comimos en restaurantes que me parecieron demasiado caros, sus platos sobrecargados de aceite y vinagres que daban acidez. Salimos de una osteria que le había gustado mucho a ella, pero yo pisé una mierda de perro grande y amarilla y por mucho que limpié los únicos zapatos que llevé al viaje seguí oliendo a excremento hasta que regresamos. Qué asco.

Los viajes de turismo me parecen estúpidos. Vamos a ciudades donde no conocemos a nadie, a mirar edificios, a comer en restaurantes de los que no sabemos nada y a tomarnos fotos al lado de puentes y monumentos — ¿para qué, si aquí no hacemos nada de eso?

Esta vez rio solo, mientras cenamos en silencio. Mildred me mira y espera a que diga algo. Digo que no es nada. Me recordé de algo gracioso nada más.

Espero hasta más noche, a la hora de acostarnos, para regresar a las tinieblas de mi mente. Ella ya está en cama, durmiéndose con una novela (italiana, por cierto) en mano. Pienso preguntarle a quemarropa: “¿Quién es Alfred?” La verdad, no estoy seguro de que quiero oír la respuesta. La dejo dormirse en paz. Los últimos pensamientos conscientes que tengo antes de dormirme me atormentan. “¿Y si la mato? ¿Si le doy una estocada donde solamente alguien como yo sabría hacerlo? ¿No le dolería menos que a mí?”

#

Anduve siguiéndola y espiándola, convencido de que había alguien más, o de lo que más me molestaba: que yo no era suficiente para ella. Estuve husmeando en su teléfono —siempre he sabido su clave de acceso— y no encontré nada que pudiera inculparla, aunque me enojó mucho ese intercambio que encontré con su amiga Patricia, todo en minúsculas y sin debidos acentos ni otra puntuación de rigor.

“llegaste a casa???” — empezó Patricia.

“no… me quede a corregir unos trabajos  ;-)”

“ah, buena idea, yo debo hacer lo mismo… desde que llego a casa comienza aquel a hablar de su trabajo o a pedirme cosas… malo para la productividad…”

Ahí puso un emoji de un dedo pulgar apuntando hacia abajo. Desaprobación.

“ese no es mi problema…”

Empezaba yo a sentirme bien.

“entonces???”

“muy aburrido aqui… aquel se va a hablar con sus amigos de internet… aqui por lo menos yo veo gente pasar y moverse… me acuerdan que estamos vivos… ¿entiendes?”

“totalmente… jajajajaja…»

Yo quería hablar con ella, tal vez darle un masaje en los hombros y ver cómo respondía, pero después de tantos años sé que no quiere que la interrumpa cuando está concentrada en cuestiones de trabajo. Siempre la dejo que venga a mí y me haga conversación y entonces sé que hay posibilidades y me voy a la ducha. Aun así, a veces regreso fresco a la cama y la encuentro dormida. ¿Qué hacer con eso?

Esta es la vida posmoderna del hombre doméstico: no podemos estar con otras mujeres; no podemos molestar a nuestras mujeres; no podemos satisfacer. Somos unos desgraciados, todos nosotros, los que maduramos después del SIDA, los profilácticos y las políticas correctas. No sabemos ser hombres, y luego viene otro que sí sabe, uno de esos patanes con quienes nunca se casarían, y se divierte mucho con ellas. Uno la cuida y otro se la goza. Me lo imagino siempre como el mismo tipo que lleva dos días sin afeitarse y que es poeta, artista o algo por el estilo, un sujeto de esos que anda atrasado en la renta, pero tiene la paciencia para andar hablándoles mierdas románticas a las mujeres todo el tiempo. Yo también podría hacer eso si me comportara como un descarado. Por eso se me ocurrió algo mejor que matarla para ajustar cuentas: Ojo por ojo, diente por diente y pene por vagina.

#

Llegué a constatar lo que me temía, y me enteré de la manera más anticuada. Tomé un día libre, uno de esos en que no la vería hasta que llegara a dormir, y me propuse seguirla. La mañana fue muy aburrida, porque se estacionó en el área designada para profesores y yo me estacioné en un espacio reservado para personas discapacitadas desde donde podría verla ir y llegar. Como sé su horario de clases busqué la manera de perder unas tres horas, primero caminando por el recinto, dando vueltas por el área de estudiantes y comprando comida chatarra que me comí sin culpa — y me chupé los dedos hasta no dejar rastro de los aros de cebolla. Volví poco antes de su hora de almuerzo al vehículo y me estacioné allí a oír las noticias, todo ese alboroto de que el presidente no quería dejar entrar al país a los inmigrantes musulmanes.

La vi venir y la admiré como si la descubriera por primera vez. Se veía bien a pesar de ir vestida de manera conservadora, unos pantalones flojos que no conseguían ocultar sus ovaladas caderas, una blusa oscura, azul o verde no recuerdo bien, y una corta chaqueta oscura. Su pelo revoloteaba ovalado. Pensé que debía sentirme agradecido de que se acostaba en mi cama, aunque fuese para dormir. Una vez yo fui un tipo apuesto, pero he perdido pelo al frente de mi cabeza, he engordado y tengo una barriga endurecida y esos ruedos de carne a ambos lados de mi espalda que dan la impresión de que estoy a punto de desbordarme. Las bolsas bajo mis ojos tampoco ayudan.

Ella ha seguido cuidándose, yendo al gimnasio, haciendo yoga, comiendo bien y sin sentarse por horas como yo a beber cerveza y discutir casos difíciles con extraños en los foros de investigaciones forenses. Además de eso, yo me he convertido en un estúpido que la espía. Yo, que profesaba que la mujer debía decidir qué hacer con su cuerpo. Pensé en irme esa misma tarde a buscar al terapeuta, a cuyas últimas sesiones había faltado. Sentí la culpa que mi agnosticismo no me deja sentir en ninguna iglesia. Pensé también en olvidarme de todo, seguir mi vida y dejar que ella siguiera la suya.

Vi el rostro de Mildred abrirse en una sonrisa. Temí que me había visto, aunque también me alegré. Yo sonreí, tratando de improvisar algún pretexto, pero luego me di cuenta de que ella miraba más allá. Vi por el espejo retrovisor a un tipo flaco que no era más que el estereotipo de un profesor universitario — vestido en jeans desteñidos, camisa oscura, chaqueta marrón, nada de corbata, medio despeinado con su pelo abundante y ensortijado en remolinos castaños, y esa chivita de barba bien cuidada. Los vi ir el uno al otro y abrazarse por largo rato.

La sangre se me hizo fría. No pude moverme ni hablar ni respirar, y los seguí con la vista mientras caminaban hacia el vehículo de él, un Mini bastante ridículo, como para pensar que el tipo era gay. Torcí el cuello y los vi hablar y sonreír, quién sabe de qué, aunque se me antojó pensar que se burlaban de mí. Los vi salir del estacionamiento, camino a quién sabe qué motel. No tuve la voluntad para seguirlos, y me sentí derrotado.

Hice lo único que me permitiría sobrevivir esa tarde. Exploté. Grité palabras obscenas en la cámara de ecos en que se convirtió mi vehículo y luego, de manera irreflexiva, di un puñetazo con todas mis fuerzas sobre el panel de controles del automóvil. Sentí un golpazo en la cara y una onda de fuerza que me hizo abrir los brazos y caer hacia atrás. Se dispararon las bolsas de aire y quedé prensado contra mi asiento, bajo una nube de polvo blanco. El estruendo de mi bocina sonó al ritmo de las luces intermitentes, y pensé que mi maldito carro se mofaba, anunciando al mundo: aquí dentro llevo un hombre estúpido.

Llegaron los guardias del plantel a asistirme. Les dije lo que me sucedía: “Vi a mi mujer con otro tipo y me desahogué. ¿Qué? ¿Es un crimen destruir mi propiedad?”

Los tipos me miraron como el pendejo que era y tal vez por eso no me dieron multa por estacionarme sin permiso. Manejé después hasta la playa de Brighton, y me detuve cerca de las tablillas, desde donde podía ver el mar, y estuve ahí por espacio de una hora, contemplando el horizonte sin formular algún pensamiento coherente. Algo se había roto en mí, un lazo tal vez más sutil que el que nos mantiene atados a la vida.

#

Me dejé seducir por el cinismo. ¿Para qué romper con ella y darle la mitad de mis bienes? ¿Para que se fuera a disfrutar de su vida? ¿Para que se fuera con él de viaje a Europa? No iba a ser tan fácil deshacerse de mí. Eso me decía y planificaba mi venganza, pero olvidaba todo en las noches en que ella llegaba a casa después que yo y mi corazón se volcaba, deseando conquistarla nueva vez. Una de esas salí a buscar algún lugar en que recrear mi mente y di vueltas por varias vías comerciales, hasta que una cuadra me pareció bien transitada e iluminada, y me estacioné sin más. Me metí al primer bar que encontré. La Caverna se llamaba, y pronto descubrí por qué. Había que bajar unas escaleras hasta un sótano. Allá las paredes las habían transformado en una imitación tosca del interior de una cueva, con falsos dibujos primitivos y todo eso. Era oscuro el lugar, y solo había uno que otro cliente. Me arrimé a la barra y pedí una cerveza al rubio de pestañas invisibles que me fue a atender. Una cerveza robusta, dije. Una pinta. Quería algo amargo, como mi sangre.

Saboreé cada trago, viendo un partido de fútbol que no me interesaba. Otras almas perdidas llegaron al bar, y noté una mujer que se había sentado al otro lado. Se veía bien mientras consumía con lentitud un brebaje que, por lo que pude oír era una mezcla helada de sangría y margarita. Yo iba por mi tercera pinta. Sin más, me puse de pie, caminé alrededor de la barra y me senté a dos taburetes de ella. Ella se hizo la que no me veía. Noté su pelo marrón desteñido en las raíces.

“Soy Arris”, le dije, y extendí la mano.

Ella esperó un momento. Contestó con una pregunta en vez de devolver el saludo.

“¿Qué clase de nombre es ese?”

“Ni idea” dije y regresé mi mano a la jarra. “Tendrás que preguntarle a mi madre, y si ella te lo explica me lo dices, por favor. Mi vida hubiera sido más simple si por lo menos hubiera tenido esa explicación en los años de la escuela intermedia”.

Ella empezó a reírse, aunque sonaba como si llorara.

“Pobrecito”, dijo.

Yo me encogí de hombros y le miré las piernas.

Ni siquiera me molesté en preguntarle cómo se llamaba.

“¿Y qué tal este lugar?”

“Pues no sé”, dijo ella. “Primera vez que vengo. Necesitaba un trago”.

“Ah, yo necesitaba dos o tres”.

Ella se rio otra vez, pero después me preguntó, “¿Siempre necesitas dos o tres?”

“No, qué va”, dije. “Ni siquiera sé los nombres de otras bebidas. Por eso siempre pido una cerveza de estas. Le gustaba a mi padre y eso me hace pensar que es lo que bebe un hombre cuando necesita darse unos tragos”.

“¿Y por qué necesitabas unos tragos?”

Entonces el que se rio fui yo, una mueca triste.

“¿Por qué otra razón bebemos los hombres?”

La miré y contesté mi propia pregunta.

“Las mujeres”.

Ella no me pidió detalles. Nos quedamos ahí callados un rato, yo saboreando el amargo y ella sorbiendo. Pensé que todo se podía ir a la mierda, que no necesitaba andar con rodeos ni nada, y le pregunté a quemarropa si quería irse a algún otro lugar donde pudiéramos estar solos. Ella achicó los ojos, como si me estudiara, y sentí desmoronarse mi autoestima. Me acordé de mi apariencia de hombre maduro y temí que iba a sentir pena por mí mismo. Fui el más sorprendido con lo que sucedió.

“Vámonos”, dijo ella. “Yo tengo un lugar”.

Insistí en pagar su cuenta y la mía juntas y salimos hacia las escaleras sin hablar. Fue más atrevido aun de mi parte lo que le dije cuando nos encontramos en el frescor de esa noche. Miré a todos lados y comenté, “Qué estúpido soy. No tengo condones”.

Pensé que había arruinado todo, pero ella empezó a caminar y dijo, “Ven, a la vuelta hay una farmacia”. Yo la seguí, estupefacto.

#

Llegamos a su cuarto de hotel — supe, porque me lo dijo, que ella estaba en la ciudad para un asunto de negocios y que se iba al día siguiente — y la mujer se me enredó encima como una sierpe. Más que besarme parecía que me hacía una limpieza bucal con su lengua. Yo tenía los ojos abiertos, porque no entendía nada, y ella ya me empezaba a desabrochar todo y a halarme hacia la cama, y en cuanto pude respirar dije que me iba a poner la goma. Ella estuvo desnuda en un dos por tres, acostada de lado sobre la cama y mirándome con tal seriedad seductora que tuve ganas de reírme. Las dudas y las ansias no van muy bien juntas, de manera que empecé a perder el poco deseo que se había concentrado en mi miembro. Ella, al darse cuenta, me tiró del brazo, hasta que estuve debajo de ella en la cama, y sin más se puso a trabajar.

Había demasiada luz y vi los montículos en la línea central de su espalda por donde ascendía cada vértebra de su espina dorsal. Empecé a imaginármela sobre la mesa de operaciones y sentí cómo me desinflaba.

“¿Podemos apagar la luz del pasillo?” — pregunté.

Ella levantó la cabeza y me miró con ojos de incredulidad.

“¿Qué? ¿No me quieres ver?”

Suspiró frustrada y se me sentó al lado.

La miré triste y exhalé.

“Lo siento”, dije, y me puse de pie y me puse los calzoncillos, y los pantalones y más o menos la camisa mientras huía al pasillo con los zapatos en la mano. “No puedo seguir. Tengo que irme, perdona. No fue muy buena idea esto.”

Ella miraba entre incrédula y ofendida.

Se me ocurrió decir algo que inmediatamente reconocí como una estupidez: “No eres tú. Eres una mujer atractiva. Créeme. Soy yo. Tengo problemas mentales”.

No pude contenerme y exploté a carcajadas. Me moría de la risa. Ella recogió uno de sus tacones del piso y lo tiró, con muy mala puntería, en mi dirección.

“¡Lárgate, maldito idiota!”

La ridiculez de toda esa escena histriónica, dos extraños que se miraban con repugnancia, hizo que me riera de manera más incontrolable, hasta que las lágrimas se asomaron por las comisuras de mis ojos. Volteé y caminé hacia afuera a medio vestir y no volví a mirar atrás. Dentro del ascensor me ponía los zapatos sin parar de reír, aunque me daba cuenta de que me estaba burlando de mí mismo.

Llegué a casa cerca de la medianoche y Mildred no estaba. Era la primera vez que se quedaba fuera tan tarde. No sentí rabia, sino una debilidad que se propagó por todo mi cuerpo. Me recosté sobre el sofá y me quedé dormido.

#

Todo volvió a la normalidad en que vivíamos sumidos, y llegué a pensar que tal vez lo mejor era hacerme el que no sabía nada. Apenas nos veíamos en las mañanas, cuando ella iba en una dirección y yo en la otra. Nos enviábamos los textos usuales: ya voy a salir; estoy almorzando; la niña gastó varios cientos de dólares en la tarjeta de crédito; te veo en casa; tengo mucho trabajo; no me esperes despierto. Al final ella siempre me ponía la carita esa tirando besos que se volvían pequeños corazones. Yo no contestaba, pero quería devolverle la imagen de un corazón roto.

Una de esas noches que nos tocaba cenar juntos Mildred no llegó y supe que ella sabía que yo sabía y que ya no le importaba. Esta era su manera de decírmelo. Yo me quedé en la cocina preparando pescado al horno para dos y con dos platos listos, un vino blanco de California para acompañarlo. Me senté a la mesa y me comí los dos filetes como un animal que deseaba masticar y tragar carne. Contemplé las espinas que quedaron mientras consumía la botella de vino.

Ella entró a casa con los tacones en la mano, gata sigilosa, pero me encontró despierto en el sillón. Había estado yo leyendo una distopía de esas que contemplan un mundo bajo el dominio de la tecnología y sus déspotas, programadores que poseen los códigos de la vida y de la muerte en una tecnocracia fatal, y pueden matar a distancia, con drones y robots,  sin ensuciarse las manos. Ella me miró sorprendida y trató de disimular que todo aquello era como tenía que ser.

“¿Estás leyendo tan tarde?” — preguntó.

Ella misma ofreció una respuesta.

“Debe ser un buen libro”.

Sentí placer en responderle con tétrica ambigüedad.

“Estoy muy intrigado con la trama. Sé que todo está arruinado, pero no puedo adivinar cómo va a terminar la historia”.

Mildred me miró con ojos que decían: No estoy segura de qué me hablas.

“Te esperaba” — le dije.

Ella se inclinó al pasar por el asiento y me dio un beso desabrido en la mejilla. Siguió hasta la cocina y el refrigerador, de dónde sacó una botella y se sirvió algún líquido; té helado, o algo así. Desde allá me miró y fingió pena, o sintió pena, no sé.

“En serio, no debiste esperarme mi amor”, dijo. “No tienes que estar en vela cuando se me hace tarde. Tú sabes que tengo una regla de no traer trabajo a la casa y que para estos días hay que poner las notas. Hasta que no termino, no vengo”.

Me puse de pie y caminé deliberadamente hacia ella, hasta invadir su espacio, como si fuera a besarla, pero lo que hice fue olerle el pelo y el cuello, descendiendo hasta su muesca supra esternal.

Pude sentir al otro hombre en su piel.

Me despegué y la miré a los ojos. Ella sonrió nerviosa.

“Debiste lavarte mejor”.

Ella abrió la boca para contestar, pero no le salieron palabras. Volteé, caminé por la sala y subí los escalones hasta nuestra recámara. Mi mente se infundió de esa calma que me arropa cuando acerco la cuchilla a la piel para trazar un corte con precisión: no pienso en nada, no siento nada; solamente ejecuto. Me aseguré de que estaban puestas las cortinas y me acosté en la penumbra a esperarla.

Hey you,
¿nos brindas un café?