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abraham pepe
Photo by: bluesbby ©

Polvareda

El árbitro dio el último silbatazo y con el brazo derecho señaló el centro del campo. El partido había terminado con un marcador final de 3-1 a favor de Los Tarahumaras de Santa María, el equipo de fútbol llanero que mi abuelo dirigía. Los ganadores armaron un pequeño jolgorio en su banca. El capitán se acercó al árbitro y le dio la mano, ambos movieron la cabeza con un gesto de agradecimiento. Cerca de una de las porterías una polvareda sepia se levantó y empujada por una ráfaga de viento avanzó hacia las tribunas. Pero estábamos acostumbrados a esos fenómenos. Nos tapamos los ojos con el antebrazo y apuramos el paso hacia los carros estacionados para que una ceguera temporal no arruinara la alegría del triunfo.

Los jugadores del equipo perdedor estaban inconformes con el resultado y rodearon al árbitro en el centro del campo. A punta de insultos y manotazos le reclamaron la injusticia de su derrota. El portero se quejaba de un gol anulado en el primer tiempo y de algunas faltas que no habían sido marcadas. Para castigar al árbitro el equipo se negó a pagar la cuota del arbitraje.

Tres de los jugadores y cuatro niños, entre ellos yo, nos subimos al Mónaco de mi abuelo. Con triunfo o derrota siempre había tradición: el festejo. Después de cada partido mi abuelo y sus amigos celebraban de una manera épica. Pero en esa ocasión la cosa fue diferente, alguien estaba en la lista de invitados de una fiesta de Quinceañera.

El evento fue en un terreno que parecía un estacionamiento privado. La calle era un trazo delgado de una lenta urbanización que delimitaba el plano de la urbe y lo baldío. Las casas eran de ladrillo descubierto con techos de lámina, una precaria instalación eléctrica y detrás de cada zaguán había un perro que ladraba sin parar. Mi abuelo estacionó el Mónaco a unos veinte metros de la entrada. Desde afuera se podían ver luces multicolores que golpeaban el techo de lona roja, decoraciones de listones blancos y moños azul pastel atados a unos travesaños. La gente tenía acceso por un zaguán negro donde un corazón de rosas colgaba en la parte superior. La música sonidera parecía atraer a la gente del barrio como cuando las campanadas de una misa mañanera llaman a los feligreses.

Mi abuelo y sus amigos iban vestidos con ropas informales. Sin importarles habían entrado a la fiesta con el uniforme del equipo de fútbol. Otros se lo quitaron pero apestaban a sudor porque no se habían bañado. Los niños nos quedamos en el Mónaco. Éramos mi tío, de 14, mi primo con 11, Víctor, un amigo de mi tío, con 13 y yo de 9 años. Nos gustaba quedarnos en el carro porque esos eran los momentos en los que disfrutábamos de muchas cosas. Hablábamos de fútbol o presumíamos las revistas porno que habíamos visto. Mi abuelo nos dejaba las llaves para que pudiéramos escuchar música. Mi tío sacaba un cassette de los Tigres del Norte y cantábamos los corridos más famosos.

Durante la noche nos turnamos para salir y hacer pipí junto a un poste. La calle apenas estaba iluminada por un faro. En algún punto Víctor se cansó de estar tanto tiempo sentado y salió a caminar, nos dijo que quería estirar las piernas. De un momento a otro escuchamos una distorsión de gritos que provino desde la fiesta. Por el zaguán salió corriendo un grupo de hombres. Luego de unos insultos algunos corrieron en ambas direcciones. Hubo mucha confusión, la música de la fiesta seguía sonando pero grupos de personas se congregaron en medio de la calle. Víctor regresó corriendo. Comenzó a golpear la puerta y nos gritó para que lo dejáramos entrar. Mi tío abrió del lado del conductor y la música del carro y la de la fiesta se mezclaron con la bulla. En pocos minutos una ola de muchedumbre abarrotó la calle y se formó el caos. Botellas de refresco y cerveza explotaban en añicos sobre la negrura del asfalto. El último ritmo de música se apagó cuando la aguja del tocadiscos del DJ rayó el LP.

Yo me tiré al piso del carro. Mi primo fue más valiente y se quedó a mirar todo desde la ventana. En sus ojos se podía leer el alboroto. Me narraba todo lo que estaba pasando. Me decía cuántos golpes recibía alguien, contaba a los involucrados pero no podía decir cuánta gente había; por todos lados llegaban más personas. La curiosidad me inyectó de valor. En una de las ventanas recargué la cara y vi que dos personas se acercaban al carro, luego de gritar algo se siguieron sin ponernos atención. Detrás de ellos un muchacho que vestía unos pantalones Aplauso se acercó y recargó la palma de la mano sobre el cofre, sus expresiones cambiaban, estaba desorbitado y cojeaba de una pierna. Después dio dos pasos y cayó. Su cuerpo quedó bocarriba a mitad de la calle; tenía un picahielos encajado en el muslo izquierdo. Sentí como la temperatura de mí cuerpo aumentó, nunca había visto algo así. La quijada se me paralizó. La imagen de la pierna forrada de mezclilla con una enorme mancha oscura me dejó en trance. Pero pude ver cómo el muchacho se arrastraba en el suelo y sus gemidos parecían los de un animal.

Entre la penumbra y el desorden la figura de mi abuelo y otras personas apareció. Mi tío abrió la puerta y salió del carro. El andar de mi abuelo era torpe, tenía un brazo sobre los hombros de uno de sus amigos y se apoyaba; con la otra mano se sobaba la nuca. Alguien lo había golpeado con un ladrillo, escuché que dijeron. La imagen de mi abuelo rompió el encantamiento en el que estaba atrapado y comencé a llorar. “No es nada, no es nada”, dijo alguien. Minutos después el Mónaco desapareció de la calle y dos puntitos rojos quedaron flotando en la negrura. Las paredes enladrilladas y los gritos quedaron atrás.

Desde que tengo uso de razón el caos ha estado presente en mi vida. En mis relaciones y en mis planes. Pero ha habido momentos lindos. Como aquel día cuando el cerrajero que cambió la chapa de mi departamento me dijo que él había estado en esa fiesta.

­– Sí, me acuerdo de esa bronca. Yo fui uno de los chambelanes de la Quinceañera, dijo.


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