Días que empiezan como si ya estuvieran terminando, un flujo de tiempo indiferenciado, una rueda que gira sin interrupción. Hoy el día pasa más rápido porque sé que a la noche veré a dos amigas. Durante esta ola de calor insoportable, el teletrabajo nos salva del subte a hora pico o de caminar por las calles de Manhattan respirando los indescifrables vahos que pueblan, en verano, el aire de esta ciudad. Aunque a decir verdad, ahora esos olores son filtrados, en parte, por el uso de barbijos (unexpected perks of the apocalypse).
Después de la cena caminamos unas cuadras buscando una heladería. Todo cerrado, todo cierra más temprano. Nos quedamos charlando en una de esas esquinas arboladas de Greenpoint hasta que llegan nuestros respectivos ubers. Mi conductor no se destaca por su simpatía, algo que no importa demasiado, pero tampoco por sus habilidades al volante. Alguien más sensato posiblemente le pediría que baje la velocidad, o al menos lo desearía. Yo abro la ventana para que el viento me dé de lleno, recuesto la cabeza en el asiento y agradezco, en silencio, el movimiento. Mientras subimos por la autopista BQE y en el mismo momento en que se colma, me invade una necesidad de desplazamiento. Moverse en el espacio. Cambiar de espacio. Trasladarse.
Los primeros segundos en esta autopista traen de regalo la silueta de Manhattan iluminada. No importa que viva en esta ciudad hace años, cuando tengo el skyline enfrente, miro. A la velocidad a la que vamos la imagen no dura demasiado y, ya cuando va quedado atrás, un pensamiento me saca del trance. Me acuerdo de aquella famosa tortura medieval de la gota de agua que cae durante un tiempo prolongado sobre el prisionero inmóvil, ocasionando la erosión de su piel y de su psiquis. No es la gota, pienso en esta noche de julio, o la erosión provocada por la gota, la que produce la locura. Es la imposibilidad de movimiento, inmovilidad necesaria para que la gota haga su trabajo pero que basta, en sí misma, para volver loco a cualquiera.
Photo by: Eden, Janine and Jim ©