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Photo by: David Dodge ©

Poesía, juego y locura

Apenas se aleja del hueco reconfortante, el bebé se encuentra ante un mundo inhóspito en el que debe alimentarse para no morir. Y, para alimentarse, debe encontrar una fuente de leche. La leche es la garantía de su supervivencia. Según Freud, el infante es gobernado por su pulsión de vida, instalada en el Yo. Esta es la razón de su demanda. Exige que le provean de leche porque todavía no puede buscarla por su cuenta; no puede desplazarse. No obstante, para su sorpresa, la leche aparece en cuanto llora. Alguien responde a su pedido. Entonces, está convencido – tiene la ilusión – de que ejerce la magia. Tal como los habitantes de Altamira, confía en el poder de su creatividad: si concibe la leche, esta aparecerá.

A medida que pasan los meses, va creciendo. Entonces, desaparece la fuente. Ya no existe el placer de la succión. Quizá desaparece porque ya no la necesita para sobrevivir. Médicos, padres y especialistas consideran que la comida puede reemplazarla. La cultura y la historia rigen la definición de infancia y niñez, y, según esta definición, ambas tienen necesidades diferentes.

Philippe Ariès rastreó la evolución de la idea de infancia y familia desde la Edad Media hasta el presente. Entre sus fuentes, se halla Le grand propiétaire de toutes choses [El gran propietario de todas las cosas], publicado en 1556. El libro define esa etapa de la vida de la siguiente manera: “La primera edad es cuando se instalan los dientes. Comienza cuando el niño nace y dura hasta los siete años, y en esta edad en la que nace se lo llama infante”. La definición del siglo XVI y la de nuestro siglo son evidentemente distintas.

Crecer, para el bebé, es perder la leche. Crecer, entonces, implica enfrentar la pérdida. Es la consecuencia de un proceso de individuación: ya no es un ente único, producto de su fusión con la fuente de leche. Como lo expresa Winnicott, la pérdida produce la consciencia de ser un “yo” – un individuo – separado de un “no-yo”. El bebé se percata de que, además de tener un interior capaz de imaginar, se enfrenta con ese exterior – que hasta ahora no percibía –, en donde reina la falta. Habitar ese espacio conlleva vivir bajo la constante amenaza de pérdida inminente. Por eso, para adquirir, poco a poco, herramientas para enfrentarlo, sostiene Winnicott, el bebé necesita un espacio intermedio entre el interno (la fantasía) y el externo (la realidad). Y una barrera los separa.

Ese espacio intermedio es el espacio transicional, el espacio para jugar. El espacio transicional es un espacio ambiguo, porque, para funcionar como dispositivo de adaptación, la barrera que separa interior de exterior debe ser permeable. Cuando el bebé se transforma en niño o niña y esta crece, ya ha adquirido las herramientas mentales para jugar: puede imaginar. Sabe que el mundo que inventa es imaginario, y se complace en el ejercicio de su imaginación.

En el espacio para jugar, la niña inventa un mundo de fantasía. Súbitamente, un teléfono celular de juguete se transforma en un teléfono real, por el que se puede hablar. El cuento se cuenta. Los animales de peluche hablan entre sí. Al crecer, lo mismo sucede con los renglones del cuaderno: estos son espacio intermedio que es espacio para imaginar y, así, crear. Según Gianni Rodari, un binomio de palabras inconexas da lugar a la fantasía, a la producción de acontecimientos impensados.

Con el correr del tiempo, la niñez da lugar a la adultez. Entonces, escribir es crear y el uso de la imaginación es trance. La imaginación ayuda a volar: a crear mundos diferentes en los que sumergirse. Cuando habitan el espacio transicional, los poetas deciden penetrar la barrera que divide interior de exterior. Transportarse al interior posibilita imaginar – ver con la mente – y volcar lo que se ve en una imagen. Crear una imagen es crear un mundo. Este transporte se produce durante el estado de trance; durante lo que Platón llamó “locura poética”.

El mundo que los poetas crean en el espacio ambiguo de la transición pierde su ambigüedad en la esquizofrenia, que se produce a partir de un derrumbe: de la mente y, con él, de la barrera. Para la persona esquizofrénica, las imágenes poéticas son las visiones aterradoras de la locura. «Parecía que mi boca estaba llena de pájaros”, recuerda René en su Autobiography of a Schizophrenic Girl [Autobiografía de una chica esquizofrénica], “que yo trituraba con los dientes, y las plumas, la sangre y los huesos rotos me ahogaban”.

La imagen poética es una asociación inesperada entre dos términos que sorprende a los lectores. Y, porque sorprende, invita a aceptar la existencia de un mundo diferente que incluye lo extraordinario; lo que se diferencia de lo común, de lo predecible. Es el mundo del juego, de la imaginación. En su manifiesto, los surrealistas celebraron la existencia de la imagen como asociación inesperada, y citaron a Lautréamont: “Bello como el encuentro fortuito, en una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas”. La imagen era definida como “encuentro fortuito”. Alejandro Boverio se pregunta por qué esta genera fascinación en los lectores. Su respuesta es que produce en ellos “un fundamental extrañamiento”, porque presenta la coexistencia de objetos heterogéneos “solo por arte de la imaginación”.

A la manera surrealista, Jacobo Fijman construyó un mundo mediante el uso de imágenes que reúnen elementos alejados entre sí. En ese mundo, “Aúlla el frío blanco / cual los gritos helados de un espejo”. El frío blanco evoca el invierno, pero el frío que aúlla no existe sino en un mundo particular que aloja fríos aulladores. En ese mundo, los espejos gritan y sus gritos son helados, nuevamente evocativos del invierno. La “Canción de amor de Alfred Prufrock”, del imaginista T. S. Elliot, también propone un mundo habitado por imágenes como esta: “la tarde se estira contra el cielo / como un paciente anestesiado sobre una mesa”.[1] “La tarde se estira” es una imagen imposible de replicar en la mente. A la vez, se vincula con un paciente anestesiado sobre una mesa, término distante del primero y que, por ello, pone a prueba la capacidad de asociación de los lectores.

En su Biographia literaria, mezcla de autobiografía, tratado filosófico y teoría poética, Coleridge describe un proyecto compartido con William Wordsworth. A lo largo de su descripción, define su poética. Para el poeta romántico, existen dos tipos de poemas: los ordinarios y los sobrenaturales. Los sobrenaturales (entre los que se encuentran los del propio Coleridge) construyen una atmósfera dramática. Esta afecta las emociones de los lectores, quienes eligen vivenciarlo como real. Coleridge compara las vivencias de aquellos con los delirios de las personas esquizofrénicas. Mientras que, para vivir lo sobrenatural como real, los primeros deben realizar una “suspensión voluntaria de la incredulidad” – es decir, adoptar la “fe poética” –, las segundas no lo necesitan: están convencidas de que el mundo creado por el poema es real. La fe poética es solamente fe.

En el espacio para jugar y en el espacio del poema, nos encontramos frente a una ilusión. Sabemos que lo es, pero nos introducimos en ella y, así, elegimos creer. Entramos en un mundo fuera del mundo. Para la persona esquizofrénica, en cambio, el mundo fuera del mundo es un mundo real, un mundo terrorífico inundado por voces. La barrera entre interno y externo, real e irreal, se ha derrumbado: la persona está en este nuevo mundo, interno y real, al que el sufrimiento la arrojó y en el que se siente acorralada.

El espacio transicional es, para el bebé y la niña o niño, un espacio intermedio entre el interno y el externo, entre fantasía y realidad. Es un espacio donde la barrera entre estas es lábil. Esta labilidad les permite pasar del espacio exterior, el espacio real donde deben reconocer (y aceptar) la pérdida y, por ende, aceptar que son un yo diferente, al interior: el espacio de la fantasía donde están convencidos de que aquella no existe.

La labilidad de la barrera convierte a este espacio en un espacio ambiguo: se puede pasar de la fantasía a la realidad cómodamente. Y en el espacio de la fantasía, se puede jugar en plena consciencia de que la visita a ese espacio es transitoria. Es por eso que los niños disfrutan del juego y la fantasía: pueden imaginar y, a la vez, retornar al mundo del deber-ser de la realidad adulta. También los poetas pueden alternar entre fantasía y realidad por medio del trance.

Así, el espacio transicional – espacio ambiguo –, habitado por niños y poetas, permite imaginar. El pasaje transitorio de la barrera, la confusión consciente entre fantasía y realidad (la consciencia de que la visita es transitoria) es el motor del juego y la creación. Es el espacio del placer. Juego y creación poética, ambos fuentes de placer, existen gracias a la labilidad de la barrera característica del espacio transicional. Pero la separación transitoria entre espacios se convierte en fusión cuando la barrera se derrumba: fantasía y realidad se confunden. Ya no hay viaje; ya no existe la alternancia entre espacios, porque el espacio es uno solo. No hay creación consciente de la imagen. No hay consciencia del transporte de un mundo al otro. La fe poética es simplemente fe.


[1] Tomé la traducción del poema de la revista electrónica Vallejo and co.


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