Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Poemas de Billy Collins (Versiones al español)

De: The Apple That Astonished Paris (“La manzana que asombró a París”, 1988)

Consejo para escritores

Aunque te mantenga en vela toda la noche,
lava las paredes y friega el piso
de tu escritorio antes de componer una sílaba.

Limpia el lugar como si el Papa estuviese por llegar.
La pulcritud es la sobrina de la inspiración.

Mientras más limpies, más brillante
será tu escritura, así que no dudes en salir
a campo abierto para restregar la parte oculta
de las rocas o para limpiar los nidos llenos de huevos
en las ramas más altas de la negra floresta.

Cuando encuentres el camino de regreso a casa
y guardes las esponjas y los cepillos debajo del fregadero,
contemplarás en la luz del alba
el inmaculado altar de tu escritorio,
una superficie limpia en el medio de un mundo impoluto.

De un pequeño florero, en centellante azul, saca
un lápiz amarillo, el más puntiagudo del ramo,
y llena páginas con oraciones diminutas
parecidas a largas hileras de devotas hormigas
que venían siguiéndote desde el bosque.

 

De: Questions About Angels (“Preguntas sobre los ángeles”, 1991)

La muerte de la alegoría

Me pregunto qué se hizo de todas esas grandes abstracciones
que solían posar, con túnicas y esculturales, en las pinturas
y desfilar por las páginas del Renacimiento
exhibiendo sus letras mayúsculas como placas para carros.

La Verdad galopando sobre un poderoso caballo,
la Castidad, los ojos bajos, aleteando con velos.
Cada una era mármol hecho vida, un pensamiento en un abrigo,
la Cortesía haciendo venias con una mano siempre extendida,

la Vileza afilando un instrumento detrás de una pared,
la Razón con su corona y la Constancia alerta detrás del timón.
Ahora todas están jubiladas, consignadas a una Florida para

[tropos.
Ahí está la Justicia de pie ante un refrigerador abierto.

El Valor reposa sobre la cama escuchando la lluvia,
Incluso la Muerte no tiene qué hacer excepto zurcir su capa y su
[cap
ucha,
y todos sus accesorios están guardados con llave en un almacén,
relojes de arena, globos terráqueos, mascarillas y grilletes.

Aunque los llamaras para que vuelvan, no quedan lugares
a donde ir, ningún Jardín de la Alegría o Gruta de la Dicha.
El Valle del Perdón está alineado con condominios
y los serruchos aúllan en el Bosque de la Desesperanza.

Aquí en la mesa cercana a la ventana hay un jarrón con peonías
y a su lado unos binoculares negros y una billetera,
justo el tipo de cosa que ahora preferimos,
objetos que descansan en silencio sobre una línea de letras en

[minúscula,

sólo ellos y nada más, una carretilla,
un buzón vacío, una navaja de afeitar reposando en un cenicero
[de vidrio.
En cuanto a los otros, las grandes ideas a caballo
y las virtudes de cabellos largos en vestidos bordados,

parece como si hubiesen viajado por esa senda
que uno ve en la última página de los libros de cuentos,
esa que sube serpenteando una colina verde y desaparece
en un valle no visto donde todos estarán profundamente

[dormidos.

 

De: The Art of Drowning (“El arte de ahogarse”, 1995)

Budapest

Mi pluma se desliza por la página
como la trompa de un extraño animal
con forma de brazo humano
y arropada en la manga de un suéter verde y holgado.

La observo husmeando incesantemente el papel,
empeñada como cualquier buscador de forraje que no tiene nada
en la mente salvo los gusanos e insectos
que le permitirán vivir otro día más.

Sólo quiere estar aquí mañana,
arropada quizás en la manga de una camisa a cuadros,
con la nariz apretada contra la página,
escribiendo un par más de líneas sumisas

mientras miro por la ventana y me imagino a Budapest
o a cualquier otra ciudad en la que nunca he estado.

 

De: Picnic, Lightning (“Pícnic, relámpagos”, 1998)

Notas al margen

A veces las notas son feroces,
escaramuzas en contra del autor
rabiando por los márgenes de cada página
en letra negra, pequeña.
Si solo pudiera ponerte las manos encima,
Kierkegaard, o Conor Cruise O’Brien,
parecen decir,
trancaría la puerta y metería a golpes un poco de lógica en
[vuestras
cabezas.

Otros comentarios son mas a la ligera, despectivos—
“Tonterías”. “¡Por favor!” “¡JA!”—
ese tipo de cosas.
Recuerdo una vez apartando los ojos del libro,
mi pulgar marcando la página,
intentando imaginar los rasgos de la persona
que escribió “No seas bobo”
junto a un párrafo en La vida de Emily Dickinson.

Los estudiantes son mas recatados,
necesitados de dejar sus alargadas huellas
a lo largo de la orilla de la página.
Uno garabatea “Metáfora” junto a una estrofa de Eliot.
Otro apunta la presencia de la “Ironía”
cincuenta veces al margen de los párrafos de Una propuesta

[modesta.

O son aficionados que vitorean desde las tribunas vacías,
haciendo bocina con sus manos.
“Absolutamente”, les gritan ellos
a Duns Scotus y James Baldwin.
“Sí”. “Has dado en el blanco”. “¡Claro, hombre!”
Cruces, asteriscos, y signos de exclamación
llueven sobre las bandas.

Y si has logrado graduarte de la universidad
sin nunca haber escrito “Hombre vs. Naturaleza”
en un margen, tal vez ahora
sea el momento de dar un paso al frente.

Todos nos hemos apoderado del blanco perímetro como si fuese

[nuestro
y agarrado un bolígrafo para aunque sea mostrar
que no solo holgazaneamos en un sillón pasando páginas;
sino que imprimimos un pensamiento al canto del camino,
plantamos una impresión a lo largo del borde.

Incluso los monjes irlandeses en su fría caligrafía
anotaron en los márgenes de los Evangelios
breves apartes acerca del dolor de copiar,
un pájaro cantando cerca de su ventana,
o la luz solar que iluminaba su página—
hombres anónimos emprendiendo un viaje hacia el futuro
en una nave mas duradera que ellos mismos.

Y tú no has leído a Joshua Reynolds,
te dicen, hasta que lo hayas leído
coronado con el furioso garabateo de Blake.

Pero en la que pienso mas a menudo,
la que pende de mi como un relicario,
fue escrita en un ejemplar de El guardián en el centeno
que saqué de la biblioteca municipal
un lento y caluroso verano.
Yo recién comenzaba la secundaria en ese entonces,
leía libros sobre un escritorio en la sala de mis padres,
y no puedo expresar
cuán vasta y profunda se hizo mi soledad,
cuán estremecedor y amplificado me pareció ante mis ojos el

[mundo,

cuando en una página encontré

unas cuantas manchas de grasa
y al lado de ellas, escritas suavemente a lápiz—
por una hermosa joven, podía darme cuenta,
a quien nunca conocería—
“Disculpen las manchas de huevo, pero es que estoy
[enamorada”.

 

De: Sailing Alone Around the Room (“Navegando solo alrededor del cuarto”, 2001)

Escocia

Fue un día de semana por la tarde, a eso de las tres,
la hora que algunos bebedores llaman la del Diablo,
y yo estaba poseído por la sensación

de que nada había cambiado para mi
desde la infancia,
de que yo hacía girar mis ruedas en un cajón de arena,

o digamos que había estado pedaleando
por Escocia desde 1941,
en la misma bicicleta Raleigh marrón de 3 velocidades—

con la que había comenzado mi vida
con ganchos en la basta de mis pantalones,
empujándola por el lado de un garaje,

arrojando una pierna sobre la barra,
caminando doblado por un recto camino de grava.
Y ahora, cerca del fin de siglo,

yo seguía moviéndome sobre las mismas
colinas aturdidas por el viento, punteadas de ovejas,
y mi terrier acurrucado sobre una manta tártara

en mi gran canasta de paja para perros.
He pedaleado todo el tiempo en silencio,
excepto cada vez que llegaba a una intersección—

un cumpleaños, una boda, una muerte—
y entonces hacía sonar el timbre sobre el manubrio.
Por lo demás, guardaba mis pensamientos para mi,

ideas acerca de la retórica y las ciencias físicas
cada vez que tenía que esforzarme colina arriba
doblándome ante un fuerte viento,

y cuando alcanzaba la cima y me deslizaba cuesta abajo,
no pensaba en nada
excepto en las vacas pastando y las nubes revoloteando, bajas.

Sabe Dios a qué debo parecerme ahora,
mis hombros encogidos,
mi cara diciendo que el fin del mundo se acerca,

que para mi será lo bastante pronto,
llevando todo mi pedaleo a su fin,
aliviando la presión de mi pulgar sobre el timbre plateado.

Entonces desmontaré, columpiando
una pierna por encima de la barra, parado sobre el pedal
mientras la bicicleta se va deteniendo

y luego cae de costado encima mío,
todo el tráfico pasando con un zumbido
y una mujer en un opaco impermeable acercándose a mirar.

Hey you,
¿nos brindas un café?