Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Daniel G. Campos
Photo Credits: zilupe ©

Plegaria por dos josefinos angustiados

Cuando llegué al primer puesto de la fila, el treintañero de espaldas anchas, brazos gruesos, y cabello ensortijado y castaño al que atendían en la caja del banco estaba angustiado. No le alcanzaba el dinero para un pago. Dejaba caer la cabeza y murmuraba. El cajero lo miraba con acongojados ojos de compasión sin poder hacer nada. Alrededor nadie parecía percatarse. Algunas personas jugaban con sus teléfonos y otras conversaban. La mayoría estaba sumida en sus pensamientos. El hombre soltó un último susurro desanimado al cajero y se marchó cabizbajo. Pasó frente a mí dejando su rastro de impotencia.

Sin saber por qué, salí a buscarlo a la Avenida Central de San José después de mi banal trámite. Encontré una multitud de transeúntes. En un cajero automático olvidé mi tarjeta al hacer un retiro por estar pensando en él. Por dicha la señora que me seguía en la fila—una morena que vestía shorts de mezclilla quizá para enseñar su tatuaje de rosas rojas a todo lo largo de la pierna derecha—me alcanzó para entregármela. Agradecí el gesto y continúe mi camino por el bulevar y las calles de la ciudad.

Al subirme al bus que me llevaría a mi barrio guadalupano, me senté en la penúltima fila y me dispuse a leer. En eso entró un hombre moreno que promediaba los cincuenta años, con calvicie avanzada, bigote negro entrecano y barba sin afeitar. Hablaba solo. Mientras se sentaba detrás mío, en el último asiento esquinero del bus, imploraba:

—Ay, Señor, ¿qué voy a hacer? Sin trabajo, sin plata, ya no sé qué hacer, no encuentro trabajo, Señor. Ya no aguanto más, Jesús. ¡Jesús!

Tras este último «¡Jesús!» se quedó callado. Yo sentía, sin embargo, su desesperación. Lo percibía agobiado a pesar del silencio, como si su angustia me pesara en la espalda.

El bus arrancó. Tras unas cuadras, preferí ponerme de pie para poder observar al señor de reojo. Llevaba los hombros caídos y la columna encorvada. Sus ojos color miel miraban por la ventana pero no observaban nada. Su mirada estaba perdida. Él percibía lo que llevaba por dentro, en el corazón. Había colocado la mano izquierda en el respaldar del asiento a su frente y se restregaba repetidamente el dedo índice con el pulgar. Juntaba las cejas, fruncía el ceño y miraba a la nada.

Así continuaba cuando me bajé del bus, ya en mi barrio. Respiré profundo el aire fresco. Sentí el sol de media tarde acariciar mi piel. Recordé la película Los lunes al sol, sobre trabajadores despedidos de un astillero en Vigo. Vi esa cinta en el Village East Cinema de Manhattan, en una de mis solitarias escapadas a Nueva York cuando estudiaba en Pensilvania. Al ver a los hombres desempleados robarse una barca y tenderse al sol un lunes porque no tenían trabajo que hacer, esbocé una sonrisa lastimera y tragué grueso para deshacer un nudo de tristeza.

Recordé también la época en que no tuve trabajo. Fueron pocos meses, en la Yunai, pero sentí el agobio acechante de las cuentas y la sensación de inutilidad.

Y recordé los años de lucha de mis papás en varias épocas de crisis en Costa Rica, cuando mis hermanas y yo éramos niños y después adolescentes. A lo sumo había subempleo para mi papá y mi mamá ajustaba la economía familiar cosiendo y vendiendo repostería. Cuando recibí mi beca para hacer estudios universitarios fuera de Costa Rica y emigré a los diecisiete años, en silencio sentí, entre muchas otras cosas, que así aliviaría la economía familiar, aunque mis papás nunca me hicieran sentir que tal alivio fuera necesario. Luchaban con amor y sin quejas.

Y mi caso fue privilegiado a la par del de mi amigo C. Justamente en la época en que yo me subía en el avión a la Yunai para estudiar con beca completa y un modesto estipendio, él viajó por tierra desde Cúcuta hasta Houston para trabajar en un lavadero de carros a cambio de techo y comida. Teníamos la misma edad. La vida nos presentó en Brooklyn muchos años después.

Recordé todo esto mientras caminaba de la parada del bus a mi casa. Pensé en el muchacho del banco y el hombre sin trabajo, e imploré por ellos: —¡Jesús!


Photo Credits: zilupe ©

Hey you,
¿nos brindas un café?