Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Lara Solorzano
Photo by: Tomasz Baranowski ©

Planaltina II

Amanezco en la alborada con el corazón apesadumbrado pues tenía que regresar al hotel en Brasilia, el sol enrojecía aún más el suelo tan bermejo y hacía brillar a las rojas capuchinhas (flores comestibles) dotando al paisaje de una infinidad de posibilidades para la prosa con colores que podrían recordar desde las paletas Bergmar hasta las de Murat. Esta vez reduje la inspiración e intensifiqué la exhalación pues no quería irme de allí, intentaba evitar el pánico que producen ciertas partidas. Tal vez por la intuición de que sólo regresaría a este lugar mediante sueños lúcidos. Esta vez Dadá extendió su mano para ofrecerme una jatobá, la fruta mística; otra de las super frutas del Cerrado. Sin embargo, su fama no se debe sólo a su enorme cantidad de propiedades para la salud, sino porque es considerada la fruta de quienes meditan. Entre más conozco y reconozco esta tierra más confirmo aquel dicho que profesa que Brasil no es un país, sino un estado de espíritu, pues no encuentro árbol-fruta-flor-criatura que no esté dotada de algún canto-leyenda-hechizo-vastedad. Me pareció sabrosa al primer mordisco, fue ahí que Dadá me contó como buena conocedora, que el jatobá existe también en Costa Rica con el nombre de carao, aunque solo se consume en forma de jarabe que mucho recomiendan los médicos para problemas de anemia. 

Los aborígenes que habitan el Cerrado desde Piauí hasta Goiás llegando a las cercanías de Planaltina solían rendir culto a esta fruta, patrimonio sagrado del Brasil, que consumían antes de realizar ruedas de meditación pues creían que equilibra el sentir y el pensar. Aunque su árbol tenía también otros usos menos místicos como la fabricación de puntas para flechas con su resina inflamable para incendiar más fácilmente aldeas enemigas.  Hoy en día hay que luchar para protegerlo pues podría desaparecer debido al uso indiscriminado de su madera por parte de la industria constructora.

Ya de regreso en auto pasando de nuevo por aquellas agrestes y amplias planicies del Cerrado que se veían a un lado y a otro, otra figura, en esta ocasión muy real se nos presentó en el camino. Era Dona Alzira Lúzia que venía de sus clases de costura. Caminaba alrededor de 20 km de ida y de vuelta para poder ir, así que Dadá detuvo el auto para ofrecerle carona (es decir llevarla) pues aún le faltaba camino. Dona Alzira pertenece al Movimiento de los Trabajadores Rurales sin Tierra, movimiento que surgió en la década de los ’70, que se oponía a las reformas agrarias que imponía la dictadura militar y reclamaba una justa redistribución de la tierra. Su hogar es en realidad un asentamiento que según entendí recién se lo habían otorgado o estaban a punto de otorgarles para que viviesen allí legalmente. Cuando llegamos me invitó a conocer lo que ella decía ser su castillo de tres paredes, pues aún estaba por levantar con algunos trozos de madera la pared trasera.  Una de las mayores dificultades del lugar es que no hay acceso a agua, el irónico problema de la llamada Caixa d’Agua del Brasil. Hacía mucho calor y en agradecimiento nos ofreció agua de un pichelito celeste que yacía entre otros objetos coloridos que tenía en una mesa. ¿Aceptar o no aceptar? Ese era el dilema. No aceptar podría resultar en una ofensa, aceptarla sería reducir la porción de líquido vital de alguien que tiene que caminar muchos kilómetros para traerla a casa. Lo resolví bebiendo apenas un trago, fue lo que me pareció mejor en el momento.

Dadá me dejó en el centro, y de ahí regresé sola hacia el Planalto Central a orillas del lago Paranoá donde vi el último anochecer en mi país.

Verano 2013


Photo by: Tomasz Baranowski ©

Hey you,
¿nos brindas un café?