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Pienso en el final

El cine muchas veces, la mayoría, solo entretiene. Pero en raras ocasiones, muy pocas, deshace el mundo convencional. Es el caso de Pienso en el final (I’m Thinking of Ending Things, 2020), la película del neoyorkino Charlie Kaufman, estrenada por Netflix. Los comentarios sobre esta ave extraña son tan abundantes como las hojas en una selva. Pero, quizá, siempre recalan, una y otra vez, en el intento de comprensión psicológica y, poco, muy poco, en su hecho artístico.

Pienso en el final sigue la línea creativa que Kaufman inició como guionista en Quieres ser John Malkovich (1999). Ya entonces, el rostro de su cine contrajo el rictus de la “pretensión intelectual”, con guiones llenos de recovecos esquivos a descifrar. Como lo que ocurre también con sus guiones de El ladrón de orquídeas (2002), Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004), o Synecdoche New York (2008), esta última también con su dirección.

Las pretensiones intelectuales neoyorkinas, que emulan el cine de autor europeo, ya cayeron bajo la sátira ácida en Al otro lado del viento, la última película inconclusa de Orson Welles; o adquirieron una faz más popular y en ropaje de comedia, aunque no siempre, en Woody Allen. O también esas pretensiones fluyeron gracias a Spike Jonze (el director, al fin y al cabo, de ¿Quieres ser John Malkovich? y El ladrón de orquídeas); Michel Gondry (el director de Eterno resplandor…); Jim Jarmusch de Dead man o, claro, David Lynch como ejemplo máximo de los inclasificables.

Pero el cine con ínfulas de intelectualidad es más tolerado cuando asume su destino de “culto”, con un dejo de autoexilio redentor. Sin embargo, una obra de ambiciones profundas en el océano de pochoclos y entretenimiento fácilmente dirigible de Netflix, es como una bandada de cuervos batiendo alas sobre un tranquilo jardín. Una molestia mayor a la de la última joya inconclusa de Welles, ya referida, que niega la claridad narrativa, y que Netflix hizo suya para completar.

La película de Kaufman es una nube solitaria en el firmamento dominado por el cine pasatista. Una rareza que, a veces, produce el propio sistema del pasatiempo estandarizado. Como si el establishment del ocio entretenido necesitara, cada tanto, un reavivamiento que lo saque del hastío de las series de crímenes a la carta, de parejas tóxicas, o de pandillas en pugna con el condimento de sexo y drogas, o el chico débil que, finalmente, se convierte en exitoso atleta.

Kaufman apela a una novela de 2016 de Iain Reid. La rehace según sus libres búsquedas. Y en su arquitectura creativa, quizá, importa más la situación o experiencia estética que el enrevesado entramado narrativo, el movimiento de llave en el que luego pensaremos especialmente.

La trama actoral se compone de Jesse Buckley (Lucy, la novia), Jesse Plemons (Jake, el novio), y sus padres, en la frontera del delirio, interpretados por Toni Collette y David Thewlis. La superficie de la ficción habla de una novia que insinúa dudas en seguir la relación; de una visita de la pareja a la casa de los padres de Jake, a través de una carretera en la lejanía rural de una noche fría y tormentosa, en una granja con sótanos y animales congelados; regreso luego por la misma carretera hundida en la nocturnidad cerrada que concluye en un colegio custodiado por un hombre de limpieza en el punto en que la críptica línea narrativa explota, finalmente, en un nudo de fantasía tejida por la evocación del musical Oklahoma, el referido hombre de limpieza que sigue a un cerdo misterioso, o el novio agasajado por un premio nobel ante un auditorio con tintes de mutantes.

Todo esto explica la rápida clasificación del film como un arrebato surrealista de su creador. Algo en lo que lo precede el David Lynch de Mulholland Drive, Blue Velvet, y aún más el de Inland Empire.

Desquicios o mutaciones surrealistas en la ontología del tiempo: del tiempo lineal en el que se envejece de a poco a un juego de saltos y regresos temporales, de modo que los padres de Jake aparecen alternativamente más viejos o rejuvenecidos; desviación surreal también de la identidad: la novia muta su identidad en poeta, física, pintora, mesera, mutaciones por sus distintos nombres, Lucy, Louise o Yvonne; transformaciones que la visión psicológica resolverá fácilmente como los muchos nombres de las distintas novias que Jake conoció en su vida afectiva; o desdoblamiento identitario que también alguien podría encontrar en el hombre de la limpieza, como acaso el propio joven Jake devenido anciano de escobillones y recuerdos turbulentos. O el desquicio de la relación entre los lugares y sus funciones: en el viaje de regreso, los novios se detienen en un parador al paso cuya función no es tanto proveer de algún refrigerio o comida a los viajeros sino reunirlos con empleadas de estética vintage de la infancia de Jake y con las oscuras intenciones oraculares de parte de una de ellas; o el colegio ya no será solo un establecimiento educativo, sino también escenario de lo simbólico y fantástico.

Lo surreal en el tiempo, en la identidad y los lugares y sus funciones. Maniobras creativas que fracturan la linealidad, como lo hizo Giorgio de Chirico, el pintor adoptado por Breton y sus surrealistas como ídolo fundador, que en la etapa de su pintura metafísica explora “el reverso del tapiz”, el otro lado poético de los objetos, fuera de su funcionalidad práctica, al que se llega combinando imágenes aparentemente desconectadas en un espacio común. Y la combinación de cosas aparentemente separadas y la salida de la linealidad es lo propio de la imaginación surrealista. Habría que evitar entonces replegar la carga surreal del film a una burla de la realidad cotidiana con el fin de sorprender, intrigar, o simplemente fastidiar.

El músculo surrealista de Pienso en el final no es solo el desfiguramiento de lo normal. Es más, la experiencia fuera de lo normalizado. Aquí es cuando darle coherencia narrativa a lo que es aparente delirio pasa a un segundo plano. Cuando el cine se convierte en arte no importa tanto ya la explicación lógica de lo narrado, sino la intensidad de una experiencia que nos saca de la jaula de lo consabido.

La potencia de la creación de Kaufman, que muchos acusan de pedantería oscurantista, no busca, quizás, narrar otra historia, sino sacarnos de la cárcel de lo repetido una y otra vez, y llevarnos al margen donde lo conocido se convierte en extrañeza poética; es decir, en experiencia artística.

Primero es la respiración de una pareja gobernada por las dudas ocultas, por la ansiedad por construir una relación y escarparle al acecho de la soledad. Pero la desesperación psicológica no aflora por sí misma, sino que siempre es mediada por un diálogo pensante. Es el paso del mero vivir conflictivo a una vida reflexiva o pensada. Ahí se acomoda la intelectualidad que fluye especialmente en Jake. Sus citas textuales de David Foster Wallace, ensayista y profesor, autor de La broma infinita, que se suicidó en 2008; el discurso del matemático John Nash (el que es retratado en Una mente brillante); los primeros versos de un poema del poeta del romanticismo inglés William Wordsworth; las alusiones al teatro musical de instituto y a Oklahoma, el espectáculo nostálgico que casi todos los norteamericanos han visto alguna vez; la identificación de Lucy, en su variante de pintora, con el pintor de paisajes romántico Ralph Albert Blakelock; o la discusión sobre Una mujer bajo la influencia, de John Cassavetes, un ejercicio de cine dentro del cine, como la irrupción durante el film de una película de Zemeckis con algunas de sus imágenes y créditos finales.

Y lo artístico empieza cuando la intelectualidad no se enreda solo en conflictos psicológicos, sino que da lugar también a la clarividencia poética. Es el momento del recitado de Lucy del poema de Eva H.D, ‘Bonedog’, en el cual el regreso a casa no es ajeno al dolor de volver y recordar el propio origen. La vuelta al comienzo. Por eso: “Vuelves a casa con visión de rayos X, tus ojos convertidos en hambre. Y así, regresas con tus dones mutantes a una casa de hueso. Todo lo que ves ahora, todo, es hueso”.

Pero ese volver al hogar del comienzo no es solo padecer lo que se fue y sigue siendo como una promesa nunca cumplida, una estaca de soledad clavada en la frente, o los pies de un caminar siempre obligado y doloroso.

Porque volver a casa es también ver con “visión de rayos x” el hueso, es decir lo que está detrás, en lo hondo, bajo la carne, en el lecho, donde la vida tiene más sentidos de los que podamos comprender, más energía que la que nuestro cuerpo pueda soportar. Ahí es donde lo que importa no es solo comprender sino abrirse a un estado sensible que desborda lo lógico, un acontecimiento por el que lo que antes era solo conflicto, angustia, confusión, desconcierto, ahora deviene una estar en otro lugar que se abre a lo extraño. La narración, entonces, se resiste a la fácil transparencia para llevarnos, finalmente, a ese otro lugar que se muestra cuando lo narrado se convierte en experiencia artística.

Es lo que por otras aventuras del lenguaje poético cinematográfico acontece, por ejemplo, por la poética alucinatoria de La escalera de Jacob, con Tim Robbins, como salto a lo escondido de la mente; o por Terrence Malick en El árbol de la vida; pero, aun más, por Andrei Tarkovsky, el maestro del cine poesía, en El espejo, un film que, como el de Kaufman, comienza con una apariencia de historia y se detona, al fin, en puro estado sensible y en la experiencia del ser infancia, fuera o más allá de todas las historias posibles sobre el ser infancia.

Pero el volver con una mirada que traspasa lo aparente y ve “el hueso” y penetra en otro lugar es parte del motivo mítico del viaje. El viaje de regreso como tema arquetípico ya desde la imaginación literaria en la Odisea homérica; el viaje desde lo conocido hacia el punto en que los conflictos se convierten en imágenes creativas, en trasformación artística de la pura confusión y vacío humanos; el acceso al bosque de la experiencia distinta, trastocada; viaje ya sea por escaleras o sótanos surrealistas, o por el realismo psicológico a la manera de un Dostoievsky o un Shakespeare.

Y el viaje por carretera en Pienso en el final, en la noche secreta, como doble regreso: como, primero, vuelta a una vida pensada a través de reflexiones y citas de pensadores o artistas; pero más allá, segundo, vuelta a la realidad más grande que estalla fuera de nuestra cabeza (como dice el propio Jake), en la que el arte y la poesía por la palabra o la imagen mejor bucean.

La vuelta a la experiencia en la que lo artístico libera de la mente lógica y convencional. Ahí está la potencia artística: en sacarnos de la línea y lo lineal, de la realidad condenada a repetirse, a lo que se abre a muchos modos de ser: otro tiempo, no solo el de los relojes y las secuencias rutinarias; otra identidad, no solo yo soy solo yo, sino ser otros, otras, muchas, como Lucy; otro lugar, no como algo definido, como una casa, una granja, un parador, un colegio, una carretera, sino los lugares como medios a otro estado perceptivo.

El riesgo es permanecer congelado en la línea. El peligro sugerido, tal vez, por el último plano, el del auto congelado, el de la propia vida ya no como caja mágica de lo distinto, sino lo enclaustrado en el hielo. El cine como acto artístico es lo que descongela, lo que permite el fluir a otros modos de ser, por los que un viaje en carretera en la noche fría se convierte en experiencia fuera de las líneas congeladas.

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