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Fabian Soberon

Piazzolla en el gimnasio

Mi vecina es callada, un poco lenta, y vive con un hombre que usa mameluco. Parece que es obrero de una fábrica. El hombre trabaja con una máquina. Siempre está sucio, lleno de grasa, y llega de noche, muy tarde, cuando la mujer escucha la radio y retumba en el pasillo la voz del locutor. Ella le abre la puerta y resuenan las bisagras como una hamaca hiriente.

Yo vivo solo en la pensión del gimnasio y suelo escuchar música con auriculares. Es domingo, y un silencio hermoso e impúdico recorre los pasillos vacíos. Pongo un disco de Piazzolla para empezar la contienda. Y la música se pierde en la soledad del gimnasio. Los acordes se estrellan en los caños de las máquinas, las melodías chocan en las carcasas anónimas. La melodía se agranda en un eco virtuoso. Siento que mi corazón se agranda y que se quema en la locura de la música finita.

Ya es la noche. Y la mujer está sola, de nuevo. El hombre ha salido. Quizás se fue a tomar un vermú en la esquina con los amigos de la fábrica o ha vuelto tarde el sábado y ahora está durmiendo, después de la fiesta con las chicas livianas.

Le toco la puerta. El chirrido estridente se esparce como una hendidura ciega en un campo de batalla. Ella alza la cara y me mira. Tiene una aguja y un trapo verde en las manos. Con los ojos me pregunta. Le digo que sé que ella es traductora –la subo de rango para elogiarla– y ella sonríe porque sabe que no lo es.

No soy. Sé algo nomás, me dice y sonríe y mira hacia el vacío.

La puerta está entornada y yo espío y ella se da cuenta y cierra la puerta con la pierna. Y entonces la oscuridad gana la partida en el pasillo.

Le digo que tengo un disco de Piazzolla, que el disco tiene una cartilla en inglés. Y que soy fanático de su música y que necesito saber lo que dice.

Ella baja la cabeza y piensa algo. No sé qué piensa.

Pasáme el disco.

Vuelvo a mi pieza. El calor sube como enredadera por las paredes manchadas.    

Ella se mete en la pieza y cierra la puerta. No me espera.

Cuando vuelvo al pasillo me enojo. Estoy solo, con la cartilla en la mano, como en un acto inútil, ridículo.

Golpeo la puerta. Ella sale. La cierra con la pierna derecha.

Yo trato de espiar, en un gesto mínimo con los ojos. Ella lo advierte. La cierra con fuerza.

Le entrego la cartilla y se mete en la pieza.

Regreso a mi celda. Enciendo el equipo y pongo el disco de Piazzolla. El disco está sin cartilla y la ausencia de tapa le da un aspecto extraño, como si estuviera huérfano.

El bandoneón empieza su alevare, el primer rezongo tímido e hiriente.

La música se pierde en el aire y resuena en todos los rincones. El eco me subyuga y veo a Piazzolla subido al escenario tocando su máquina de fuego. Y los músicos detrás lo siguen como si fuera una carrera de obstáculos.

La música sube de tono y los parlantes heridos por la melancolía despiden humo en ese domingo único.

Después me olvido o me da vergüenza. Me cambio de pensión y nunca le pido la cartilla.

Ya no tengo la tapa. Tengo la música furiosa e inmunda en los pasillos vacíos de mi corazón.


Extracto de la novela «La conferencia de Einstein»

Ilustración: Ramiro Clemente

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