En una plaza pequeña de Jerusalén, en la ciudad nueva, los transeúntes caminan, otros conversan, comen falafel y toman café. En el extremo de la plaza hay un piano. Parsimonioso, un joven toca el instrumento. Unos amigos están sentados en el piso y otro grupo escucha, atentamente, la interpretación. La música se cuela en los rincones de la urbe y penetra en los cuerpos.
Cerca de la ciudad vieja, hay otro piano. Misteriosamente, otro joven toca la misma melodía que la del piano de la plaza, el día anterior. El joven roza las teclas suavemente. Es el día del homenaje a los soldados caídos en Israel en los últimos años. Ya suman más de 24 mil muertos.
En la estación de trenes, en el último subsuelo, hay un tercer piano. Una chica solitaria toca una música lenta, prístina y melancólica. Ella está compenetrada con la melodía. Los que bajan por las escaleras que llevan al andén ni siquiera la miran. Pero ella toca más allá de su soledad. Es posible que toque la misma melodía que la que tocaban los intérpretes en la ciudad.
En Jerusalén el piano es un reloj que sintoniza la música dolorosa, el homenaje silencioso a los muertos y el sonido dedicado a los vivos que pasean por las calles del centro.