A Alfredo León
Mi suegro, Alfredo, pone un disco de Bebo Valdés. Estamos solos: él y yo. El piano trae las esquirlas de la noche. El suave viento que corre por las paredes lleva la lenta melena del ayer. ¿Qué haré para escapar a la ráfaga fugitiva y hosca de la muerte? Bebo está sentado y las manos nudosas y ágiles tallan el fervor del jazz. Ese sonido inocente y feroz me acaricia los oídos. No quiero entrar al agua. Miro el oscuro manto de estrellas y la música tapiza el cielo, como una letanía.
Alfredo sale del agua límpida y fresca de la piscina y sube el volumen. El pasto no sabe que es Bebo Valdés. Los pájaros no saben, tampoco. Pero lo presienten.
Alfredo se incorpora, pone sus manos en la cintura y siente el viento suave y divino de la noche y siente las esquirlas imprudentes de la noche.
¿Qué haré frente al dolor y la bruma, frente al impúdico desprecio de la muerte? Late mi corazón como un tambor negro y furioso. Late por la música del ayer.
Ha muerto Bebo Valdés.
No soporto esta aversión idiota y este tambor hermoso y torpe que suena con tu piano y esa columna negra y blanca de silencio y agonía.
Miro el agua. Una sombra blanca se mueve en el agua negra. Es Bebo. Seguro que es él.
Adiós Bebo, digo en un murmullo. Y me meto en la casa.
Mi suegro se queda solo. Está despidiéndose, también.
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