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Héctor Ordóñez

Personajes literarios como Long John Silver

En la novela de “La Isla del Tesoro”, Jim Hawkins se ve constantemente sobrepasado por la dualidad de los personajes con los que está tratando dentro del barco que lo lleva a su aventura. Además de ser mozo de una cocina, ésta fue otra de las grandes similitudes en las que me encontré envuelto junto al protagonista de la novela de R.L Stevenson.

Y es que en la jungla urbana, poblada por veinte millones de personas, la inexperiencia y juventud se puede pagar caro. Con los años a la distancia soy más capaz de distinguir que Lupe, la dueña del restaurante, solía detenerse al abusar de nosotros por provenir de universidades privadas. No recuerdo que haya mostrado alguna vez el menor gesto de respeto por alguno de los cocineros. Ella era en realidad la persona con menos educación de todo el restaurante y por lo tanto el poder del que gozaba la hacía sentir absoluta. Sin embargo, hace cinco años, mientras esto ocurría, sólo me quedaba hundirme en el miedo, y cuando iba en el metro rumbo al trabajo, rogaba que no fuera el día en el que me tocara tratar con ella enojada.

Sin embargo, había tanta diversidad de personalidades en el restaurante como en el Nueva York mismo. El restaurante Taco-Taco tenía un espécimen para cada una de las teorías sobre la naturaleza humana.

Como Emilio, por ejemplo, quien resultó ser una de las personas más amables que conocí alguna vez. Era simpático y cordial, y mantenía una sonrisa jamás fingida, contrario al caso de Lupe. Este mesero tenía por costumbre tomar por sorpresa a los nuevos viajeros como yo, y enseñarles la foto de una mujer en mini falda. “¿Te parece atractiva”, preguntaba, y cuando uno por inercia asentía, remataba la situación con su inesperada respuesta: “soy yo por las noches”. Le divertía observar los rostros de asombro de los más nuevos (como yo) para luego comentar: “no te preocupes, los jovencitos no son mi tipo”, y aliviar al bromeado. Ser homosexual en este contexto no resultaba en absoluto sencillo. Entre otras cosas, Emilio brillaba por su tolerancia, paciencia y comprensión cuando alguien necesitaba un poco de apoyo. Después nos enteramos de que era el anfitrión de un evento estelar en un bar gay de Queens, y que en realidad estaba en el Taco-Taco porque le gustaba la solidaria aunque a veces difícil construcción de comunidad.

Iván, alguien muy distinto, fue un tipo que influyó mucho en la pauta que tomaría mi vida en años posteriores. Abandonó la carrera de administración en la UNAM, una de las universidades más prestigiadas del mundo, para darle un giro al timón de su vida y convertirse en un barman coleccionista de experiencias. Había recorrido la vida nocturna de la Ciudad de México, Cancún y Playa del Carmen en nuestro país. Su siguiente objetivo era hacerse dueño de barras en Nueva York, Londres y Tokio. Pero más importante, deshacerse de las cadenas sociales que le dictaban tener un trabajo de oficina de nueve a cuatro de la tarde, casarse, tener hijos, endeudarse y envejecer. Su capacidad le permitía preparar más de quince tragos en menos de un minuto. Supe que viajaba de Londres a Nueva York intercalando su trabajo en diversos bares.

Carlo se convirtió en uno de mis mejores amigos. Compañero de viaje, regresamos para terminar nuestra educación universitaria, la cual hoy consideramos una mala broma, y una severa estafa. Aprendió el oficio de bartender para ahora dirigir las campañas digitales de las marcas de alcohol con mayor presencia en nuestro país. Más allá de su talento profesional, mi admiración hacia él como persona no tiene límites. En su persona encuentro una de las definiciones más sanas y transparentes de la palabra amistad.

Me reservo el personaje final para hablar de una de las figuras más triviales. Tenía por apodo “El nazi”, e ignoro el motivo. En realidad, ninguno en la cocina tenía la menor pista de quién había sido Adolfo Hitler, por lo que el mote resultaba sumamente inverosímil. Era originario de Puebla y alguna ocasión me platicó cómo pasó corriendo en la frontera al ser adolescente junto a su madre, entre plantíos de lechuga por California. Así dejó México para siempre.

Trabajaba recogiendo platos y limpiando mesas, y era un amigo íntimo de los cocineros, aunque ya no salía muy a menudo con ellos pues estaba casado y con dos hijos. Tenía una habilidad sublime para insultar y hacer sentir mal a su trabajador inmediato, es decir, a mí. “Era por tu bien”, me escribió hace poco. Quizás fue su forma de decir que entre los cocineros no se podía ser gris; o blanco o negro.

Sin embargo, a diferencia de los cocineros, El Nazi estaba lejos de ser analfabeta. Le gustaba leer y mantenerse informado, me pedía que le regalara libros para saber más. También me hablaba de las diferencias en las políticas públicas que mantenían a su familia más segura que si estuviera en México. “A mis hijos el gobierno les puso los lentes, porque estoy obligado a que les hagan chequeos, igual su plan de salud. En México ni madres, ya te chingaste”.

Cuando se volvió bartender algunos turnos en el restaurante, se dio cuenta de lo difícil que era mediar con los cocineros y sus exigencias de cervezas clandestinas para trabajar. Muchos de ellos no tenían autocontrol y abandonaban su trabajo en las horas donde el restaurante estaba lleno. Para él resultaba impactante pues anteriormente, era de los principales exigentes al responsable de la barra. Sin embargo, su código nunca le permitió delatarlos, incluso cuando Lupe se percató.

La mujer formó en fila india a los cocineros cuando se enteró de que estaban “hurtando” cervezas en horas de trabajo. “Ya veo por qué te dicen El Mudo, ¿te saco con las ratas para que te coman algo más que la lengua?”, le dijo a uno de los muchachos. Uno a uno los fue humillando individualmente. Al poco tiempo de los hechos Nazi perdió su trabajo, señalado como el máximo responsable de lo ocurrido. Ha trabajado en la limpieza de cinemas, teatros, y también ha sido cocinero en otros restaurantes. Actualmente se prepara para convertirse en albañil, y no le preocupa Donald Trump. “Nueva York se cae si intenta dejarlo sin inmigrantes. Checa lo que ocurrió en Alabama, hubo hectáreas de plantíos de uva y tomate que se murieron porque se quedaron sin mexicanos que hicieran el trabajo que los gringos no van a hacer”.

Antes de regresarme a México, Nazi me confesó “Si pudiera regresar a estudiar, me haría maestro. Pero no para sindicalizarme ni esas chingaderas. Me iría a la montaña, de donde vienen todos estos güeyes de la cocina que no saben leer. Allá es necesario. Eso es lo que haría”. Hace poco le comenté que yo pude ir a una sierra y lograrlo, y le agradecí por formar parte de mis motivaciones.

Nuestra despedida fue muy emotiva, y en todo aquel contexto, donde solía identificarme con Jim Hawkins, el Nazi, al apadrinarme dentro de una cocina que podía ser hostil con todos los demás, siempre fue como un John Silver, con esa misteriosa personalidad que a veces lo emborrachaba en horas de trabajaba y hacía que a todos nos insultara, pero al mismo tiempo con la bondad que lo hacía respetar códigos que mantuvieran a salvo a todos sus amigos cocineros.

En las principales cátedras literarias de todas las universidades, La Isla del Tesoro y sus personajes ambiguos siguen siendo objeto de estudio, a 200 años de su publicación.

Al igual que los personajes de esa novela, a los mencionados en esta crónica los guardo profundamente en mi mente, y les agradezco vivir en mi memoria.


Photo Credits: Andree Kröger

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