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paola maita
Photo by: Matthias Ripp ©

Permiso, necesito morirme

En medio de la multitud, Fulgencio necesitó morirse. No era algo que podía hacer otro día o más tarde, tenía que ser en ese instante. El problema era que el apretujamiento de las personas, el calor, el tufo y el sudor no le daban la paz necesaria para un momento tan trascendental.

Con el resuello de la muerte encima, se propuso buscar una especie de oasis en medio de aquel desierto poblado de gente.

—Permiso… Disculpe… ¿Me permite?

Haciendo gala de la educación impartida por los sacerdotes jesuitas, Fulgencio intentó abrirse un canal de paso entre hombres, mujeres, niños, gallinas, chivos y gallos. Como todos los días, el mercado estaba lleno hasta reventar de gente. En un pueblo como Jusepín, las únicas diversiones eran comprar, vender, y beber.

Fulgencio quiso gritar, a ver si alguien por fin se dignaba a darle el espacio necesario para terminar de morir, pero su estricta educación se lo impedía. Por algunos minutos más, siguió intentando de una manera decente que la gente le abriese camino, pero nadie parecía notarlo.

“A los muertos los dejan de escuchar aún antes de morirse”, se dijo a sí mismo. Se dio cuenta de lo bien elaborada que estaba su idea, cosa que hizo que quisiese buscar lápiz y papel para anotarla. Pensó que serían unas excelentes palabras póstumas. Como buen ser humano, demostraba ego aun estando a minutos de abrir las puertas de la otra vida. Escudriñó en sus bolsillos, pero no encontró nada con qué escribir.

—¿Era mucho pedir un poco de lápiz y papel antes de irme?, dijo en voz baja, mirando al cielo.

Vencido por el hastío y la indolencia de los otros ante su necesidad de marcharse de esta vida, decidió dejar su educación de lado y gritar:

—¿Será que me permiten morirme?

Todas las almas del lugar volvieron su mirada hacia él.

—Si lo decía antes, le dábamos un laíto— dijo un señor que estaba cerca de él.

Todos asintieron, como si fuese cuestión de todos los días que alguien se antojase de morir en el mercado, o como si en aquel pueblo abrirle un espacio a un moribundo fuese una obligación tácita.

Sin decir nada más, hicieron una rueda alrededor de Fulgencio, dándole el espacio que necesitaba para acostarse y dejar esta vida de una vez y para siempre.

“No compré el café”, fue lo último que pensó.


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