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Kianny N Antigua
Kianny N Antigua

Pena máxima

—¿Para dónde? —exhaló Chu como respuesta durante los pocos segundos que el macizo le dio al sacarle el miembro de la boca y soltarle la cabeza.

Chu se estaba quedando en una furgoneta abandonada en el estacionamiento de un centro comercial de mala muerte. Se pasaba los días buscando qué comer y cómo complacer a los pocos que le permitían la cercanía. De vez en cuando ayudaba a botar la basura del supermercado por unos cuantos dólares; otras veces, fregaba los trastes que se acumulaban en el restaurante chino y casi siempre se pasaba yendo y viniendo, haciéndole mandados a las muchachas del salón de uñas, a las cajeras de la casa de cambios, al dueño de la compraventa y al de la tienda de juguetes sexuales (menos al dueño de la licorería; a ese señor no había quien le lambiera la arepa). Conocido entre los empleados de las tienduchas que compartían el gueto del centro comercial, pero invisible, ante todos, invisible. 

Una noche, como tantas en las que regresaba a la furgoneta con su cena en una bolsa plástica, recibió una visita. Dos sujetos, ni tan sicarios ni tan borrachos lo sacaron a empujones de donde dormía y lo patearon hasta que el cansancio los venció. Si en algún momento se los había encontrado, Chu no recordaba sus rostros y los motivos de aquella paliza nunca salieron a la luz.  Minutos después de haberse marchado, uno de ellos, el más corpulento de los dos, regresó. Encontró al joven todavía en el suelo del estacionamiento, con la mirada perdida, retorciéndose del dolor. Lo cargó, lo metió en la furgoneta y dándole cachetadas leves, logró recuperar su atención. Entonces lo volteó, le arrancó el pantalón raído que llevaba y lo violó, con menos contemplación con que, minutos antes, le rompiera una costilla a patadas. Satisfecho, lo dejó allí, tirado y sangrando por todas sus hendiduras.

Chu nació en Jutiapa, Guatemala, un pueblo fronterizo con El Salvador. Pasar los primeros años de su vida allí, “donde la tierra es seca y los hombres son malos”, suelen decir, fue para Chu lo más cerca de vivir en el paraíso: echar gabelas por los prados junto a sus hermanos mayores, Jerry y Teo; salir a la hora más oscura de la mañana junto a su padre para ir al establo a ordeñar las vacas que cuidaban, y luego ayudar a su madre a preparar la crema y el queso fresco. Chu fue feliz, un niño que crecía en el seno de una familia pobre y amorosa. Feliz hasta que dejó de serlo.

Meses después de haber cumplido los ocho años, en un acto de iniciación, tres chicos que buscaban entrada a La Mara, apuñalaron a Jerry hasta que lo que quedó en el suelo ya no parecía un cuerpo humano. Jerry era apenas dos años mayor que Chu y encontró la muerte mientras compraba un refresco en la tienda de la esquina. En un intento por salvar a los dos hijos restantes, la madre se llevó a Teo, que por ser mayor podía echarle una mano, y se fue a vivir con una tía a Flores, unos 500 kilómetros al noreste de Jutiapa, y el padre decidió cruzar las fronteras (primero la mexicana y luego la estadounidense) con Chu; allí trabajaría por unos meses y seguirían rumbo a Canadá, pensaba.

Sin mucho entender, pero con el rostro bañado en polvo y lágrimas, Chu se despidió de su hermano y de su madre, cuya desesperación solo era menos que su amor. Tras pagar lo acordado, él y su padre se subieron a la cama de una camioneta y, desde allí, el niño vio a Consuelo, su madre, por última vez.

Las casi tres semanas que tardaron en llegar a Nogales, México, agotaron al padre como no lo hicieran todas las madrugadas y las hambres de su existencia. Algo de aquella muerte, y de aquella forzada separación lo habían herido de una forma irreversible. A Chu también, a quien parece los hechos le habían robado la habilidad de levantar la cabeza.

Bien se podría decir que llegar a los Estados Unidos fue un éxito, empero, como en aquellas películas de terror inverosímiles, donde el personaje huye y corre, corre a toda velocidad y con todas sus fuerzas y a la vuelta de la esquina lo espera, relajado, el monstruo: cruzando el desierto de Arizona, junto a otros corredores de la noche, el padre simplemente desapareció. El niño lo buscó, claro que lo buscó, pero sin éxito alguno. Sin muchas opciones, resolvió continuar junto al grupo que avanzaba, hasta que uno a uno de sus miembros fue separándose, alejándose.  

Esa no fue la única vez que lloró la pérdida de su padre ni la pérdida de su madre ni la pérdida de sus hermanos; esas tampoco fueron las horas más temerosas, ni de mayor soledad, de su corta existencia.  

A los dos días de la violación, la sed y el calor lo sacaron de la furgoneta y una cajera que fumaba frente a uno de los negocios, lo auxilió. A pesar de su estado, no pasaron dos noches sin que volviera a recibir la visita del fortachón.

Eventualmente, los golpes cesaron, pero la brutalidad sexual no. Chu no veía más opción, excepto la de satisfacer al fornido. No era cosa de palabras, Chu no sabía su nombre y viceversa. Sin embargo, en una ocasión el sujeto le hizo una pregunta:

—¿Por qué no te vas?  —pero ni siquiera hizo un gesto cuando escuchó la respuesta del joven que tenía metido entre las piernas.

Semanas largas en esto, tantas que pasaron a ser meses. Chu detestaba aquellos actos, pero hubo días en los que incluso llegó a esperar a su verdugo. La soledad, juega sus fichas como le place. Pasaron meses sin que el sujeto diera luces de vida, al punto que Chu llegó a sentirse liberado, capaz de retomar el sueño que le heredó al padre de juntar suficiente dinero para mandar a buscar a su madre y su hermano, con quienes no había tenido comunicación alguna desde el día aquel, siete años atrás, en que padre e hijo se subieran en aquella camioneta, con vista hacia el norte. 

Un día, casi un año después, el macizo regresó; esta vez volvió con quien lo hiciera la primera vez y con una bolsa de basura al hombro. Después de despertarlo a empujones, dejaron la bolsa allí.

—¡Encárgate de eso! —le ordenó el fortachón.

Chu permaneció inmóvil. No quería abrir la funda, no quería estar allí, no quería pensar, no quería ser; quería huir, desaparecer. Sin darse cuenta, se encontró a sí mismo abriendo la gruesa funda solo para encontrarse con otra dentro y dentro yacía el cuerpo descuartizado de una mujer. 

Desesperado y movido por el pánico, salió de la furgoneta, con la bolsa a rastras y la tiró en uno de los contenedores de basura del supermercado. La tapó con otras bolsas malolientes para ocultar aquella pesadilla y, temblando de pavor, regresó a su guarida.

La mañana le llegó con los ojos abiertos, petrificado. No sabía siquiera qué pensar. Los días siguientes, no obstante, pasaron sin contradicciones mayores. El macizo no volvió más a interrumpir su soledad (ni su sueño) y todo apuntaba a que, como los crímenes de barrio, a nadie le interesaba una muerta más. De todos modos, tomó la decisión de irse, continuar su viaje norte arriba, empezar en un lugar distinto, estudiar incluso. Solo unos días más que pudiera recolectar el pasaje de autobús y listo, tanto pasado pesado quedaría atrás. 

Lo que no logró su suerte lo definió el vaho. El olor a putrefacción del cuerpo de la mujer llamó la atención de los recolectores de basura y en unas horas las autoridades inundaron el centro comercial. La joven no era del barrio; tenía nombre y apellido y su familia movió todos los medios a su alcance para que se hiciera justicia.

No pasó mucho cuando los detectives pusieron uno y uno y detuvieron a Chu, a quien, bajo las circunstancias que lo circundaban, la cárcel terminó pareciéndole un buen lugar para cobijarse. Allí por lo menos no estaría solo. Pero los abogados fiscales no perdieron tiempo en sacar a colación la supuesta relación de su hermano Jerry con La Mara, y por deducción y osmosis filial, la suya. Aunque en más de una ocasión el joven le explicó a su abogado, a su defensor, lo que había sucedido, junto al hecho de que no había nada que ataba a Chu con la difunta, al abogado no se estaba pagando lo suficiente como para iniciar una pesquisa prudente que corroborara la versión del acusado, la versión de su cliente.

Chu había cumplido ya los dieciocho años por lo que fue juzgado como adulto. En menos de cuarenta y cinco minutos, doce jurados decidieron que sólo una persona despiadada y de mente enfermiza como la de José María de Jesús Taveras, «Chu», podría haber cometido un crimen tan horrendo. El juez del tribunal le dio la pena capital. A Chu nunca le dieron la palabra.

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