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Aladar Temeshy
Aladar Temeshy - ViceVersa Magazine

Peluquería

La acompañé a la peluquería. Me armé con el libro de  Moravia y me acomodé en un sillón forrado con un plástico negro pretendiendo que es de cuero. Vi el secreto mundo de esta brujería, las peluqueras altas y gordas, vestidas en batolas negras y sus clientas, bien pasadas en años. Moravia está pasado también. Con la vista encima del libro de Moravia, discretamente observé el raro oficio de separar por líneas cortas el pelo blondo de una catira. La peluquera alta y corpulenta con el picudo mango del peine determinó las líneas finas y con cuidado puso los pelos así separados sobre un papel de aluminio brillante y los embadurnó con una pasta clara para doblar el empaste hacia arriba. ¿Preparación para decapitar a la rubia sentada sin moverse?  Era un proceso lento. Meticuloso, intrigante para mi, ignorante de estos menesteres. Una señora alta, cliente contenta, con su pelo recortado abrazó a su gorda peluquera y se fue comentando la mano increíble de la gorda. Nadie le puso atención, aparentemente estos monólogos forman parte de este mundo de la metamorfosis femenina. Evaluación errada, ya que un hombre después de besar a otra gorda que cortó su pelo, antes de salir se miró en el espejo y comentó algo en voz alta, aparente ritual de esta sub cultura. Ya me di cuenta de que este  mundo no es reservado únicamente para damas, es unisex.

Decidí compartir las líneas de Moravia con la maestría de papeles de aluminio aplicados a la cabeza de la señora rubia. La observé bien. Ella aparentemente es de la clase media alta, postura distinguida, según mi clasificación. Casada o divorciada de un ejecutivo. Delgada, selectiva.  Country club. Su bolsa llena, abultada y coronada con un libro, en el suelo. Su pelo rubio y largo, en manos de la maestra de los papeles de aluminio quien habla sin cesar. Interrupción, llegó una mujer corpulenta de unos sesenta años o más con pelo corte varonil. Después de una breve espera ya estaba bajo la tijera de una súper gorda quien agarró los pelos medio blancos, medio grises cortos, entre sus dos dedos y cortó el sobrante sin merced. Me preocupé, esta señora saldrá raspada. ¡Qué masoquismo!, va a quedar sin pelo y no protesta. Es mejor concentrarme sobre el avance de los papeles de aluminio acumulados hacia arriba, pegados por la pastosa blanca.

Llegó otra catira en minifalda y se sentó. Sus muslos a la vista. Muslos que asustan. Muslos inclementes, la muerte amorosa, segura, rápida de quien estuviese entre ellos. Amar y morir. Su peluquera ocupada, así que está hojeando una revista. Sus muslos a la vista.

Estoy observando a la rubia lista para la ejecución. Su pelo abundante da trabajo a la ejecutora. Es delgada, probablemente jugadora de tenis, a pesar de que se notan las huellas de los años, solamente en su cara entre la nariz y la boca. Habla lento como para evitar remarcar las arrugas finas. La forma reposada de pronunciar las palabras que marca una posición social.

Al señor quien vino con su hijo ya le están cortando el pelo con el rito conocido, agarrar el pelo y el que sobresale entre índice y pulgar va para el suelo. La señora con el recortado pelo salió feliz con la ridícula deformación sobre su cabeza, aparente obra casera aplicada al niño travieso. Una mujer de edad con el pelo chancuqueado, maestría que amerita una buena propina.

El hijo estaba leyendo el Time sobre política. El padre con su pelo recortado le dijo que ahora llegó su turno. Fue difícil convencer al joven ¿Protestó con conocimiento de causa política, o simplemente fue una defensa natural de su pelambre?

La catira con sus papeles de aluminio fue a otro cuarto. Después de poco regresó sin papeles, ahora secándole con un paño su pelo lavado. Sin papeles de aluminio perdió volumen, densidad. Su peluquera estaba tratando separar los pelos enchumbados, enredados. Entre sus movimientos observé una blancura en el centro de la cabeza, como la tonsura de los monjes. Ahora ya sin discreción me concentré sobre la cabeza de la señora rubia. Con cada peinada el espacio entre pelo y pelo creció. Era una corona de cuero brillante algo rosado. La rubia comedida estaba sentada con la brillantez de su cuero rosado como Ana Bolena de los mil días,  antes de su ejecución. Una crueldad que la cotorra maestra de papeles de aluminio no pudo manejar. Bajo el pelo rubio estaba el sello de la muerte ordenado por Enrique octavo.

Miré con pena la cocina de la brujería estética y a sus víctimas, la de los muslos, la Ana Bolena,  al niño politólogo, a todas esperando un rejuvenecimiento milagroso, un perdón para poder seguir en el gran circo de juego, antes de la ejecución.

Cerré mi libro. Moravia ya no me interesó más.


Photo Credits: bobbi vie

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