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Adriana Mora
cronica paris

París ES una fiesta

“Si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven,
luego París te acompañará, vayas a donde vayas,
todo el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue”.
–París era una fiesta–
Ernest Hemingway.

Empiezo a escribir esto escuchando “J’y suis jamais allé” de Yann Tiersen, la canción parisina por excelencia (sin contar la muy parisina obra musical de Edith Piaf). La misma canción que tarareaba momentos antes de que mi avión aterrizara en Beauvais el diciembre pasado. La canción de la fabulosa película Amélie, que desde entonces se ha convertido en la banda sonora de mis vacaciones en París y que acompaña las imágenes que vienen a mi mente cuando pienso en la ciudad luz.

Era un viaje obligado desde hace varios años. Prometí que iría en busca del mito de París, la ciudad con la que todos sueñan y la que, a los que queremos ser escritores (y escribir bien), nos enseñaron a soñar. Quería descubrir -como muchos- la París de Cortázar, de Vargas Llosa, de Beckett, de Hemingway y de tantos otros… de conocidos y desconocidos. Pero a cambio, descubrí MI París, como tenía que ser. La que me dejó sin aliento al mostrarme el hermoso panorama de la isla de la Cité con el Sena alrededor, ese río que divide la ciudad y la embellece, porque París sin el Sena no es París.

Pero la primera imagen que vi de la ciudad fue su ícono universal: la torre Eiffel. Yo, que siempre he sido de reacciones tardías en los momentos más inesperados, me quedé muda cuando mi amigo -y guía- Ricardo, me descubrió los ojos en pleno Trocadero para que viera, a lo lejos, cómo se alzaba imponente la figura de la famosa torre que a los turistas hace alucinar y a los comerciantes enriquecer reproduciéndola en llaveros, portavasos, bolígrafos, postales y demás.

Si bien, la torre vestida de azul con el círculo de estrellas a la mitad (aludiendo a la bandera de la Comunidad Europea) fue lo primero en mi visita, lo mejor fue llegar hasta el tercer nivel y ver desde lo alto los palacios y jardines que en invierno no pierden su belleza a pesar de la neblina y que da al paisaje un aire de nostalgia y de melancolía. Y el Sena, claro, siempre el Sena, impasible bajo sus puentes, que aún a 300 metros sigue siendo el protagonista con los Bateaux mouches que lo adornan de brillantes lucecitas durante sus recorridos.

Sin embargo debía dejar de lado la mediática estructura. Tenía que “perderme” en las pintorescas calles, caminar por el barrio judío hasta la Place des Vosges donde está la casa-museo de Víctor Hugo, recorrer el Boulevard de Saint Germain hasta llegar al imperdible y fascinante Quartier Latin, lugar de artistas y estudiantes, epicentro del legendario Mayo del 68, con la mítica Sorbona y el Panteón y la plaza Saint Michel y los jardines de Luxemburgo y la sugestiva librería anglosajona Shakespeare and Company, que a pesar de no ser la librería original donde se reunían aquellos de “la generación perdida”, conserva la esencia de la primera al hospedar a escritores noveles cuya única condición a cambio es escribir. (En inglés). Be not inhospitable to strangers lest they be angels in disguise.

Se puede decir que lo más importante (pero no lo único) de la capital francesa, está aquí, en este barrio y es, en definitiva, el corazón de la ciudad. Ir a París y no visitar el Quartier Latin, es como no haber estado en París.

Y si el Quartier Latin es el “barrio de los escritores”, la colina de Montmartre es el “barrio de los pintores” y yo, que he preferido siempre la literatura a la pintura, no pude resistir al encanto de Montmartre, hasta “hacerlo” mi lugar favorito, el sitio donde me gustaría vivir porque difícilmente encontraré un lugar tan increíblemente inspirador. Desde su bella Sacré Cœur que orgullosa, en la cima, da la bienvenida anunciando las sorpresas que depara la visita, hasta la hermosísima vista de la hermosísima París, que incluso en noches invernales en las que el frío se mete entre la ropa no deja de resplandecer, el recorrido por Montmartre invita a retroceder en el tiempo e imaginar a Picasso, Matisse, Degas, Renoir, Cézanne, Van Gogh, Dalí o Toulouse-Lautrec pintar sus obras, tal como lo hacen hoy varios artistas callejeros que abundan en la plaza de Tertre, el sitio más emblemático y bohemio, aunque en realidad todo Montmartre está cargado de ese aire bohemio que enamora, como seguramente debió ser en la época en que los impresionistas se “tomaron” el barrio y lo recrearon en muchas de sus pinturas. Le Moulin de la Galette, Le Chat Noir, La Maison Rose, Le Moulin Rouge… estar en Montmartre a veces parece un Déjà vu, pero al final descubres que los cafés y cabarets del Montmartre de antaño, en el París de antaño, están más vigentes que nunca y tienen vida propia más allá de los lienzos y las rúbricas. No me extrañaría que Michel Gondry se haya inspirado en este sitio para recrear escenas de su -surrealista- película “La ciencia de los Sueños” (aunque no fuera filmada allí). Yo, por mi parte, volvería una y otra vez a este lugar, de día y en verano y de noche y en invierno… Aunque tuviera que subir una y otra vez las numerosas escaleras, una y otra vez…

En el Palais Royal está el museo del Louvre. Para ir allí reservé un día completo, aunque aún así, estar adentro resultó un poco agobiante. Es tan grande que es inevitable la frustración por no alcanzar a verlo todo. Siempre falta tiempo. Siempre. ¿Y por dónde comenzar? Nunca se sabe. Nunca. Lo que sí sé es que la gente que solo va a tomarse la fotografía con La Mona Lisa al fondo, pierde su tiempo. Y el dinero de la entrada. Y su energía, porque lograr una foto medianamente decente de la pintura, es casi imposible. Entre abrirse paso en el grupo de turistas que se apiñan en la zona delimitada, buscar el mejor ángulo para que no se refleje el vidrio que recubre la obra, esquivar los empujones para que la foto no salga movida y no tardar más de cinco minutos en cuadrar la cámara y disparar el obturador para evitar que los guardias te hagan desplazar a la otra sala, tomar la bendita foto resulta una odisea. Y si no se ha conseguido en el primer intento (lo cual es muy posible que pase), hay que empezar todo de nuevo: Entrar, cuadrar, esquivar y disparar tantas veces hasta que después de 80 fotos, solo una sea la elegida. Pero podría ser peor: Que de nuevo estuviera prohibido tomar fotografías. Y por estar en busca de esta obra, tal vez muchos se pierden de conocer rincones interesantes como la parte del Louvre medieval donde se pueden ver los cimientos del castillo sobre el que fue construido el museo, la sala dedicada al arte islámico con numerosos objetos de esta cultura, el arte griego con “La Venus de Milo” a la cabeza, las antigüedades egipcias con su “Escriba sentado” y “La gran Esfinge” o las pinturas más importantes del arte clásico donde sobresalen la pintura italiana con obras de Leonardo Da Vinci o Caravaggio y la francesa con obras de Poussin o Delacroix. Y así, podría seguir detallando las colecciones que forman parte de este impresionante recinto, desde los objetos de arte a la pintura y la escultura, pero el tiempo, que siempre falta, se me va. Siempre. Aunque debo ser sincera, me gustó más el Orsay. Soy bastante predecible, estoy confinada al lugar común: me encanta Cortázar y prefiero el arte impresionista y siendo el impresionismo el tema central de este museo, era obvio que lo disfrutara más. En parte porque tuve la fortuna de hacer el recorrido con una pintora xalapeña de nombre mitológico. La conocimos con mi amigo -y guía- Ricardo en las dos horas que duró la fila para entrar (era martes, el Louvre cerrado y cientos de turistas ávidos de arte concentrados acá) mientras nos congelábamos bajo la lluvia que caía esa tarde sobre la ciudad, en el día más frío de mi vida (hasta ahora). Conocer el museo en compañía de una pintora era un buen inicio (e indicio) a pesar del frío demoledor que soportamos. Y así, por el azar de un día lluvioso, Atenea terminó acompañándonos en la travesía parisina ese día y el siguiente y el siguiente, hasta que tuvimos que partir. Ella, a su México querido y yo, a la ciudad de los peregrinos.

Además del impresionismo, tienen cabida en el Orsay la pintura realista y post impresionista y en un solo día se alcanza a recorrer todo el museo (porque hay que recorrerlo todo). Para mí, lo mejor, fue ver parte de la obra del padre del cartel, Toulouse Lautrec, que hasta el momento no había visto en otro museo y la escultura con la que todos quieren -queremos- tomarnos una foto, la “Pequeña bailarina de 14 años” de Degas.

Cerca de allí, en la isla de la Cité, la representante más célebre del arte gótico: La catedral de Notre Dame, inmortalizada por Víctor Hugo en la novela sobre aquel jorobado inquilino. En su fachada hay tantas cosas para observar, que, en principio, no sabía a dónde dirigir primero la vista, si a los 3 portales dedicados al Juicio Final, a la Virgen y a Santa Ana o a las 28 estatuas que representan a los 28 reyes de Judea o al ventanal en forma de círculo del centro o a las gárgolas que parecían mirarme desde lo alto. En el interior, lo primero que llamó mi atención desde la puerta de entrada fue el gran vitral azul del altar. Avanzando unos metros por el pasillo derecho, una estatua de Juana de Arco con la cabeza erguida y las palmas de las manos unidas frente a frente como haciendo una plegaria y una bandera, la de Francia, ondeando sobre su hombro con el asta pegada a su cuerpo, debajo de su brazo.

Saliendo de la isla por el costado derecho del Sena, se puede atravesar el jardín de las Tullerías que separa el Louvre de la plaza de la Concordia y de allí, iniciar el trayecto por los Campos Elíseos, la avenida más importante de la capital francesa. Yo, que la caminé de noche en la víspera de año nuevo, fui seducida por el atractivo panorama de árboles en fila, que, a cambio de las hojas que el invierno les arrebata, exhibían radiantes cientos de luces que cubrían sus ramas esqueléticas, haciendo juego con la iluminación de las lujosas tiendas apostadas a lo largo de la calle. Y al final del camino, cerrando con “broche de oro” la magnífica caminata, el Arco del Triunfo, en la plaza Charles de Gaulle, erigido por orden de Bonaparte en honor a su ejército después de la victoria en la batalla de Austerlitz y bajo éste, la tumba del soldado desconocido y su incesante llama. «Ici repose un soldat français mort pour la Patrie 1914-1918«.

Pero tendría mucho más para ver al día siguiente: La plaza de La Bastilla, o mejor, la columna que queda de lo que primero fue una fortaleza y luego una prisión, el lugar donde todo comenzó… los orígenes de la trascendental revolución francesa afloraron aquí. La moderna Défense, a 10 minutos en metro de París, con sus rascacielos -que me hacían sentir como en una urbe del otro lado del océano- su gran Arco y la escultura de Miró Pareja de enamorados de los juegos de flores de almendro” que aporta el color a la escena predominantemente gris y blanca.

Finalmente me quedaba tomar una Stella en un bar del multicultural Belleville en espera de las 11 p.m. para ir rumbo a la torre nuevamente, esta vez a recibir el 2.009 en medio de una aglomeración carnavalesca de gente de todo el mundo, mientras las botellas de champagne eran destapadas de una en una y la torre estrenaba su nuevo traje de luces amarillas y el cielo parisino se iluminaba con un insulso show de fuegos artificiales. Ese cielo de París, que como cantaba Edith Piaf: “tiene su propio secreto, tras veinte siglos está enamorado de nuestra isla Saint Louis, cuando ella le sonríe, él se pone su vestido azul, cuando llueve sobre París, es que es infeliz, cuando está demasiado celoso de sus millones de amantes…”

Y así, descubrí MI París. Lejos de las pretensiones del glamour y de la moda. Un París que me abrió sus puertas y me dejó ver sus secretos en cada esquina, en cada calle, porque ciertamente allí hay más belleza -e inspiración- que en todos sus museos juntos.

Ahora que lo pienso, tal vez el mito de París ya no sea tal, pero su magia no se apaga y no se apagará nunca mientras haya gente que la siga reconociendo como la ciudad bohemia, revolucionaria, artística y cultural y la más bella entre las bellas. Gente que ha sabido redescubrirla, como yo, porque a diferencia del título de la canción que me ha acompañado en la escritura de este texto, yo SÍ fui allá. Y regresaré. Pronto. París, todavía te debo un cuento.


Photo Credits: Andy Smith

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