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roberto ponce cordero
viceversa mag

Paredes matemáticas alineadas a metro

Al igual que otras creadoras literarias latinoamericanas de principios del siglo XX, Alfonsina Storni (1892-1938) se enfrentó, durante toda su vida, a las contradicciones inherentes a una sociedad en la que las mujeres empezaban a conquistar espacios y a destacarse en diferentes campos de la esfera pública previamente reservados sólo para los hombres (como la literatura y la academia en general), pero en la que las estructuras sexistas tradicionales seguían firmemente establecidas y hacían básicamente imposible todo tipo de liberación femenina “real” (tanto a nivel personal como a nivel social). No hace falta subrayar, aquí, lo intenso y lo insoportable de las frustraciones, las ansiedades y los sentimientos encontrados que puede causar –o que inevitablemente causa– el vivir durante un período de transición y en la piel de un sujeto no sólo inteligente y consciente sino celebrado por su inteligencia y conciencia, pero al mismo tiempo relegado por su sexo a ser, en el mejor de los casos, un adorno excepcional o exótico a quien se le permite expresarse pero no se toma del todo en serio. Lo importante para nosotros, y lo que tiene que ser enfatizado, es que estas frustraciones, estas ansiedades y estos sentimientos encontrados forman parte esencial de la poesía de Agustini, que es una que exuda una resignación callada pero sin duda indignada ante el imperio del patriarcado y un intento de minar los fundamentos de dicho imperio por medio de su permanente denuncia irónica y mesurada con los instrumentos que brinda el quehacer poético.

El poema “Aspecto”, recogido en las Poesías completas de Storni, es representativo, por un lado, de esta tematización de lo opresivo del sexismo y, por otro lado y más específicamente, de la estrategia discursiva de la autora, más interesada en subvertir el orden sexista desde dentro, en sus propios términos y usando sus propias armas mejor que nadie (en este caso, la poesía) que en aislarse o en quedarse callada ante la imposibilidad del cambio radical.

Vivo dentro de cuatro paredes matemáticas
alineadas a metro. Me rodean apáticas
almillas que no saben ni un ápice siquiera
de esta fiebre azulada que nutre mi quimera.

Uso una piel postiza que me la rayo en gris.
Cuervo que bajo el ala guarda una flor de lis.
Me causa cierta risa mi pico fiero y torvo
que yo misma me creo pura farsa y estorbo.

Ya desde el primer verso, la persona poética, de la que en un poema tan intimista como éste se puede asumir que es la misma Storni, se autodefine como una especie de prisionera que vive “dentro de cuatro paredes matemáticas / alineadas a metro”. En esta habitación, no obstante, no parece reinar propiamente el terror o la opresión violenta sino más bien una infinita monotonía o una infinita melancolía cuyo único solaz es una “quimera” nutrida, como dice la voz, por una “fiebre azulada”. De estas últimas, sin embargo, no saben nada las “apáticas almillas” que rodean a la persona en el poema, y que no parecen estar conscientes del patético estado en el que, más que vivir, vegetan, pues carecen de la ya mencionada “fiebre azulada” y, por lo tanto, también de la “quimera”. Además, la misma voz poética está disfrazada, enmascarada detrás de “una piel postiza” de formas grotescas y reminiscentes a un “cuervo”, lo que lógicamente impide aún más a las “almillas” intuir la “quimera” de la persona, acceder a su verdadera identidad o subjetividad. De hecho, el engaño provocado por la “piel postiza” de cuervo con “pico fiero y torvo” es tal que incluso la misma persona poética, movida a la risa por su propia situación, cuyas resonancias trágicas sólo ella es capaz de percibir, así como por lo ridículo o por lo monstruoso de su aspecto, es llevada a creerse a sí misma “pura farsa y estorbo”.

Este poema es un retrato tan fiel de una subjetividad marginal y consciente de su marginalidad, pero también de los procesos discursivos y psicológicos que constituyen dicha marginalidad, que no puede ser considerado menos que un alegato en contra de una sociedad en la que dicho estado de cosas existe, sin importar el que en ningún momento se haga explícita ninguna crítica directa ni ninguna acusación o atribución de culpabilidades concreta. En efecto, y con la posible excepción de las “apáticas almillas” que viven alrededor de la persona poética, y de las que sabemos que no son precisamente apreciadas por ésta gracias al uso de la más bien peyorativa palabra “apáticas” y del diminutivo despectivo, las imágenes usadas para describir el espacio desde el que se está hablando en el primero de los dos cuartetos tienen una carga tradicionalmente positiva: “cuatro paredes matemáticas / alineadas a metro”. Ahora bien, la carga tradicional puede ser positiva, ya que las paredes, por ser matemáticas y estar alineadas “a metro”, no tendrán mayores defectos de construcción y serán firmes y “perfectas”, pero es evidente que en este poema esta misma “perfección”, por estar tan íntimamente asociada al discurso científico y de connotaciones históricamente masculinas de las matemáticas, es vista como una “perfección” opresiva que, más que facilitar la vida, la delimita o hasta la impide, cuando menos en sus expresiones más libres. Es más, la insistencia en el hecho de que las “cuatro paredes” no sólo son “matemáticas” sino que incluso están “alineadas a metro” remite a la unidad métrica misma, el metro, gran “conquista” científica de la revolución francesa y pilar fundamental, a nivel no solamente simbólico, del orden burgués que emergió de ésta. Además, como medida de longitud, el metro que alinea paredes perfectamente estables y firmes, “matemáticas”, pero por lo mismo indestructibles, tiene connotaciones fálicas que, una vez más, lejos de ser celebradas como garantes o artífices de una libertad moderna, son, en este poema, presentadas de manera no explícita pero sin duda sí implícitamente desfavorable.

De la misma manera, pero exactamente al revés, las imágenes de la “fiebre azulada” que sufre la persona poética y de la “quimera” nutrida por dicha fiebre tendrían, en un poema tradicional y/o anterior al modernismo (con su revaloración de lo raro, lo decadente y lo completamente ajeno al mundo), una carga negativa más o menos fuerte que, aquí, es totalmente volteada por la autora. Así, la “fiebre azulada” es la condición que le permite a la persona poética percibir lo agobiante del ambiente en el que vive, o sea caer en cuenta de que lo que las “apáticas almillas” creen que es un estado de normalidad es en realidad una cárcel perfecta, matemáticamente sellada por un orden patriarcal basado en la opresión y la exclusión (o el encierro). Más aún, esta “fiebre” que permite ver produce también, en quien la sufre, una “quimera” que representa el único escape posible de una cárcel de la que es en principio imposible escapar.

La cárcel, sin embargo, no se limita a las “paredes matemáticas” y a las “apáticas almillas” que, quizás, “rodean” a la persona de una manera tan estrecha que no la dejan moverse, sino que se extiende también al terreno del cuerpo, el cual es envuelto, en el caso de la voz poética, en “una piel postiza” de colores anodinos y de formas animales, como si su misión fuera no sólo tapar la subjetividad o el “aspecto” real de la persona sino hacerlo de manera humillante, reduciéndola a la sub-humanidad y al oprobio. Este es, efectivamente, el momento en el que la norma disciplinaria es internalizada, y en el que, incluso, las “paredes matemáticas” dejan de ser necesarias, porque el orden patriarcal ya ha sido capaz de inscribir marcas indelebles en los sujetos mismos. Se trata de un mecanismo tan pérfido, de hecho, que no importa siquiera que la voz recuerde que, “bajo el ala”, guarda “una flor de lis” (un elemento que, por sus connotaciones aristocráticas, puede ser interpretado como un residuo tanto de color y vida como de soberanía), porque la norma ya está tan firmemente inscrita en su cuerpo, y su subjetividad ya tan irreparablemente relacionada con la identidad que le es impuesta por la “piel postiza”, por las “paredes” y por las “apáticas almillas”, que ella misma se cree “farsa y estorbo” y adopta, no obstante toda su lucidez y su “fiebre azulada”, la posición que se espera de una mujer en una sociedad fuertemente patriarcal. Una farsa, pues, por una parte, porque ella sabe mejor que nadie de lo que es o de lo que sería capaz y, sin embargo, tiene que representar el rol que le ha tocado; y un estorbo porque su existencia no es considerada productiva sino sólo reproductiva, y porque su, aunque sea potencial, intromisión en “cosas de hombres”, efectivamente, molesta, desestabiliza tácitamente el orden vigente y, en ese sentido, estorba.

El poema le da la vuelta, entonces, a las connotaciones o a las valoraciones más tradicionales de algunas de las imágenes que usa, y presenta a una voz poética que es al mismo tiempo lúcida y manipulada, libre y prisionera, rebelde y resignada, delirante y equilibrada. Al final parece predominar el desengaño y la internalización de la norma, o quizá incluso la resignación ante lo imposible de la resistencia, pero hay que enfatizar que la persona poética se cree su propio “aspecto” animal y distorsionado sólo después de reírse de éste y, de esta manera, distanciarse irónicamente de él, demostrando una vez más un cierto dominio sobre su propia subjetividad y sobre la proyección de ésta hacia el mundo.

En el orden de lo real, sin embargo, este tipo de tensiones suele ser más difícil de sobrellevar con buen talante, sin desfallecer ante lo aparentemente pírrico de todas y cada una de las pocas victorias contra la norma. Eso explicaría, parcialmente, por qué una poeta tan aguda como Storni optó, en un momento dado, por abandonar la lucha diaria por medio de la palabra y meterse en el mar.

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