Además de la insólita y repudiable crisis política en el Perú, existe otra que lo apuñala por sus cuatro costados. Una que desde hace mucho sangra con pus, pero que se viene tratando con paracetamol. En este país, late con furia una aberrante incapacidad para proteger a los menores de edad. Grita a puerta cerrada una terrible crisis familiar que vulnera los derechos de la niñez y la adolescencia. Que no solo los arrolla con violencia física y verbal, sino también con abuso de la sexualidad. El Perú es uno de los países con mayores índices de violación sexual a niños y púberes. Tan solo en febrero del presente año, 596 menores fueron violentados. Es decir, un promedio de 21 por día, casi uno por hora. Y lo que es más desgarrador, de todo el universo de crímenes, más del 70% son cometidos por familiares. Ante el hecho, queda claro que las acciones del Estado Peruano y sus actores continúan fracasando en el intento. Son meras pastillas de baja efectividad, que no corrigen la tortuosa dinámica de las familias en las que se produce la transgresión. Un número telefónico para denunciar el ataque no le recuerda al padre, tío, primo o hermano, que su parentela menor no debe sufrir ultrajes. Una visita de un representante de algún ministerio gubernamental posterior al trauma, no le enseña a la madre a identificar y desterrar al potencial criminal. Una condena de treinta años, si es que se dictamina, no repara la destrucción del desarrollo de la edad de la inocencia. El Perú y sus entes rectores deben dejar de aplicar paliativos a la crisis familiar que lo aqueja. Es imperante que combatan el mal desde su raíz y hasta el final del proceso. Es necesario que emprendan la reestructuración de los contenidos educativos de la escuela primaria y secundaria, enfatizando la enseñanza de materias filosóficas y de convivencia cívica. Asimismo, deben reestructurar el sistema integral de protección al menor. Un infante no puede seguir viviendo en un nido en el que las plumas y la paja para el descanso, han sido reemplazadas por colmillos de hienas y perros salvajes. Una niña o un niño que comparte techo con trastornados es una víctima en potencia. En ese sentido, es indispensable invertir en el servicio de salud mental. No solo la sanidad física está en quiebra. La relacionada a la psiquis es prácticamente inexistente. Finalmente, el Estado Peruano y sus miembros deben acabar con los malditos agresores. El que viola a los 20 y recibe condena de 35 años, a los 55 tendrá la libertad para volver a perpetrar el nauseabundo delito. Quien toca a una criatura requiere una pena que acabe con su vida civil de manera eterna. Basta ya de paracetamol para la psiquiatría. La crisis familiar en el Perú está desapareciendo la promesa de un mundo sano para las futuras generaciones.
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