Mi primera imagen de Lupe Gehrenbeck no es como dramaturga sino como actriz, vista en la escena de El Nuevo Grupo caraqueño, en la producción del Dybbuk, que, en los primeros años ochenta, la coreógrafa Anna Sokolov trajo desde Nueva York de la mano del productor Elías Pérez Borjas. Y, como otras imágenes indelebles de aquella época, su etérea presencia sobre las tablas de la Sala Juana Sujo, ha permanecido inalterable en mi imaginario, quizás porque, para aquel entonces, como consignó Howard Nemerov en uno de sus poemas: “we were young and beautiful and untouched by memory”. Sin embargo, y a la vista de los temas en la producción teatral de esta dramaturga, el contenido de sus obras la ha ido acercando más a la estética de la hermana del laureado poeta norteamericano: Diane Arbus, otra cultora de la petit histoire con todos sus fulgores y miserias.
De hecho, si el encuentro con la intimidad de lo irrepresentable hila el acontecer de los personajes en Cruz de Mayo—Premio de Teatro Autor Exprés de la Fundación SGAE y publicada recientemente en España—, no es menos cierto que el tono conversacional, en la tradición del realismo popular, que en la dramaturgia venezolana oscila a de César Rengifo a Ibrahim Guerra, y con el cual ella aborda los componentes más frágiles de nuestras sociedades, ha sido una constante en su trayectoria. Piezas como ¿Quieres venir a mi piñata?, De Miracielos a Hospital o Las niñas de Santa Fe, igualmente privilegian las voces históricamente marginadas del discurso dominante, acostumbrado a escoger, dirigir e imponer.
La mujer sin esperanzas de triunfo, el inmigrante abocado al fracaso, los adolescentes relegados al submundo de la pobreza y la falta de oportunidades, encuentran aquí eco, haciéndose audibles desde las pequeñas historias donde naufragan. Rescatarlos para el público es, justamente, el reto que esta autora ha asumido, brindándonos una manera más perspicaz de mirar y mirarnos. Porque tras la ironía y el humor, con que sus antihéroes abarcan la escena, se superpone el espejo donde se refleja ese otro que somos. Un espejo para nada nítido, sino deformado más bien por los males de nuestras sociedades: violencia, explotación, sexismo, intolerancia, fanatismos, dispuestos bajo el arco dramático que motoriza la diégesis.
“Yo invertí en el hombre que me iba a sacar del barrio”, apunta desde la queja uno de los hablantes, al tiempo que se resigna a lo desolador de su suerte, aunque no sin antes justificarse, desde la inconformidad de una vida fluyendo trabajosamente dentro de un presente sin horizontes. “Yo llegué a este país a los seis años, y no conozco otra patria, que no sea Venezuela. Por eso es que yo quiero tanto a este país aunque haya nacido en otro. Tampoco conozco otra madre, que no sea mi papá”, resume a su vez el hombre de ascendencia portuguesa, propietario del negocio ubicado en el desamparado barrio donde se desarrolla la acción. Una certeza, igualmente explorada por la autora en las obras puestas a centrar el destino de otros inmigrantes, es decir, los venezolanos que han ido abandonando el barco nacional, empujados por las crisis del nuevo milenio. Ni que nos vayamos nos podemos ir, Salsa, ¿Nos vamos? O… ¡Nos quedamos!, son algunos de los títulos donde ella hace casa con la memoria del país perdido, aun cuando sus protagonistas todavía no se hayan terminado de marchar.
“El tipo puso su parte y se arrancó, y nadie más supo, ni lo conocen y ella ni pendiente de cazar a ese insecto perdí’o, que me dio la genética y más nada, porque ni un tetero, hermano”, se explaya un tercero, quizás para justificar el lugar de la vergüenza y los resentimientos espoleando lo peor de su naturaleza. Ello, como consecuencia, de la orfandad donde el machismo vernáculo mantiene relegado a un enorme porcentaje de la población en nuestros países.
“Pienso que nuestra responsabilidad frente al drama moderno es entender que la realidad de la vida cotidiana tampoco hablará por sí misma”, asienta Peter Brook, posiblemente porque su transformación en materia teatral debe pasar primero por la biografía de su hacedor antes de poder universalizar los contenidos. De lo contrario, el trabajo carecerá de la necesaria veracidad y tensión dramática dables de transmutar lo corriente en sorprendente.
En el caso de Cruz de Mayo tal operación se realiza a conciencia y con el dedo en la llaga, pues Lupe Gehrenbeck logra zanjar la distancia entre su yo y el de los caracteres, a fin de denunciar lo injusto de su situación y hacerlos creíbles. Algo fundamental para atrapar la atención de quien se ubica al otro lado de la escena e interviene, desde su lugar, en la evolución de la representación. En tal sentido, si el diálogo se logra, los actores registrarán cada una de las reacciones de la audiencia incorporándolas a las capas de sentido que articulan a sus respectivos personajes, generándose entonces la comunión autor-actor-espectador, fundamental para el desarrollo exitoso de la pieza.
Los caracteres en esta obra poseen una clara conciencia del aquí y el ahora, y de la urgencia de llevarlos hasta sus últimas consecuencias, aun cuando lo precario del vivir se interponga entre la dureza del presente y las malogradas expectativas de futuro, impidiéndoles liberarse de las cadenas amarrándolos a un hoy carente de ilusiones. Pero serán justamente esos pequeños gestos, esas triviales acciones puestas a movilizar su devenir, lo que en última instancia trascenderá, empinándolos por encima del dolor, las frustraciones y el desgaste.
Volviendo a Peter Brook: “El teatro debe reflejar mucho más que el mundo de un individuo. Y el autor debe ser fiel a sí mismo, y al mismo tiempo saber que debe crear materiales que reflejen mucho más que a él mismo”. Lupe Gehrenbeck ha aceptado el reto, brindándonos un corpus teatral ajustado al momento presente, que exige una actitud alerta, inteligente y crítica para responder con contundencia contra los males contemporáneos y sus culpables.
*Texto leído durante la presentación del libro en la librería McNally Jackson.