Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Palabras a la intemperie

Ayer tuve la fortuna de escuchar un recital de poesía en las voces de Patricia Guzmán, Jacqueline Goldberg, Flavia Pesci Feltri y el maestro Armando Rojas Guardia, organizado por la profesora Daniela Jaimes-Borges de la Escuela de Idiomas Modernos de la Universidad Central de Venezuela. Mientras les escuchaba leer sus poemas me convencía de lo necesario que es disponer de espacios para poner a resguardo la palabra. Una marca de la barbarie es dejar el verbo a la intemperie.

Se trató de una experiencia memorable. Jacqueline y Flavia nos permitieron habitar por medio de sus poemas el dominio fiero del horror. Nos hicieron ver lo que de otro modo no habríamos querido mirar, protegidos escrupulosamente por la belleza de su verbo poético. Patricia y don Armando nos llevaron a una dimensión trascendente, en la que la palabra alcanzaba resonancias bíblicas. Asistimos, por tanto, a la genuina revelación del dolor compasivo por el Otro sufriente y emprendimos el viaje hacia esa interioridad de la que el Águila de Hipona decía que era habitáculo de la Verdad.

Durante el recital vivimos una auténtica experiencia de poiesis. Ya he dicho en La mirada del poeta que el trabajo de este «no es otro que devenir el no-ser en ser-poético escuchando el eco del mundo», y para ello deben concurrir la poesía interior y exterior, entendida la primera a manera de un modus creandi y la segunda, en términos heideggerianos, a modo de un alumbramiento. Por consiguiente, la poiesis supone la asunción del mundo como creación-revelación. La escritura, podríamos decir, es el afán de hacer que las palabras venzan su propia penumbra, a fin de convocar la luz en medio de la audiencia y suscitar la epifanía de un lenguaje hasta entonces inédito.

Ahora bien, baste apenas salir a la calle para toparnos con el verbo desguarnecido, ayuno de esta potencia reveladora que experimentamos durante el recital. El discurso del hombre cotidiano se ha infectado de palabras a la intemperie, incapaces de desocultarnos el mundo (Heidegger dixit). Aún más: la minusvalía del habla es signo de otra infertilidad aun mayor, la del pensamiento. El homo dictatorius necesita, con el objeto de concretar su boceto totalitario, que el lenguaje quede sometido a las inclemencias del descampado, sin la posibilidad de la poiesis, arrasado en el más vil estupro.

La intemperie de las palabras atenta directamente contra la sentencia wittgensteiniana: el lenguaje deja de ser límite del mundo, y en su lugar los linderos son ocupados por el discurso, cansino y cansón, del caudillo. Por consiguiente, no hay verbo capaz de alumbrar la realidad, lo cual supone la pérdida de una libertad esencial a toda potencia lingüística: la creación. Agotada la conciencia moral en la imposibilidad de que el pensamiento fecunde a las palabras, y estas convoquen la epifanía de lo natural y sobrenatural, el ciudadano experimenta la degradación de su condición de persona humana en simple individuo, sin razón que busque la aletheia (verdad) y sin voluntad que propenda a la libertad.

Quizá haya algo peor que el silencio de los temerosos y sea el bullicio de los vociferantes –eso que podríamos llamar el silencio de la sobremodernidad–. Los primeros, ciertamente, son una campana rota: han optado por la apoplejía discursiva. Los segundos, sin embargo, son los heraldos del óbito verbal. Compelen a las palabras a cruzar el Valle de la Muerte. Al cabo solo quedarán fonemas y significados amnésicos, que no serán capaces de invocar la memoria de aquella grandeza del verbo por la cual Steiner exclamara un día que «si el silencio hubiera de retornar a una civilización destruida, sería un silencio doble, clamoroso y desesperado por el recuerdo de la palabra».

La misión de los buenos poetas, precisamente, es restituirnos la posibilidad de la palabra resguardada, capaz de conducirnos a la poiesis. Solo en ella es posible experimentar toda la fuerza liberadora del verbo y ascender por la razón a las dimensiones más elevadas del ser. Esta capacidad redentora del lenguaje es idónea para mostrar al hombre confinado, como decía Rafael Cadenas en Coney Island, que el cautivo se hace plural en el Otro: «El pobre carcelero se creía libre porque cerraba la reja, pero / a través de ti yo era innumerable».

Esto es exactamente lo que hicieron durante el recital de poesía en la Universidad Central de Venezuela Patricia Guzmán, Jacqueline Goldberg, Flavia Pesci Feltri y el maestro Armando Rojas Guardia: nos dieron una llave para que seamos libres, la posibilidad de experimentar la poiesis como conjunción entre la poesía interior del poeta y la que se revela fuera de él en el mundo. Por tanto, si tuviera que expresar mi gratitud por ello, lo haría con las palabras de una mística italiana de la segunda mitad del s. XX, Chiara Lubich: «Quando sarò alla tua porta, tu mi chiederai il mio nome. Io non ti dirò il mio nome, ti dirò solo grazie, per tutto e per sempre» (Cuando esté ante tu puerta y preguntes mi nombre, no te lo diré. Diré solo gracias, por todo y por siempre).

Hey you,
¿nos brindas un café?