Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Alejandro Varderi

País en ruinas (fragmento de la novela De aquí y de allá de próxima publicación)

La lucha de pocos vale por el futuro de muchos.

Neomar Lander

“Soy maestro, estoy jubilado, y me marcho porque ya he perdido nueve kilos en un año por la escasez de alimentos. Mi hijo se tuvo que ir a Portugal pues en Venezuela casi lo mataron para robarle una camioneta; no tenía futuro acá”, leyó Ana Cristina de un post en una de las tantas páginas digitales creadas por los venezolanos en el exilio. “Dos millones han salido desde que nos convertimos en un satélite de Cuba”, reflexionó, apagando el ordenador porque ya era hora de empezar a alistarse para el trancazo de este 5 de julio, convocado por la Unidad Democrática cuando se recordaba otro aniversario de la Declaración de Independencia, hoy pisoteada por el Estado pese a la total movilización del país en su contra.

De hecho, había sido tal el tenor de las protestas en los últimos tres meses, que preparar el survival kit resultaba ser parte de su rutina cotidiana. Su hermano Gonzalito o el novio de este —quienes iban alternándose para abrir su negocio, por no dejar, pues las ventas habían descendido precipitadamente; tanto como el ejercicio de bienes raíces de este último— se turnaban a fin de acompañarla. Y si bien era cierto que la nación no se había paralizado completamente, funcionaba a un cuarto de máquina. “Me pregunto hasta cuándo podremos seguir aguantando”, rumió, metiendo la máscara antigás en la bolsa del Metropolitan Museum, comprada con Troy en su último salto a Nueva York.

La Plaza Altamira y sus alrededores habían amanecido, como cada mañana, recogiendo los restos del enfrentamiento del día anterior. Piedras, fragmentos de perdigones y bombas molotov, el girón de una bandera o un pañuelo tricolor ondeando al viento, atestiguaban el cambio radical de una zona donde se acumulaban experiencias y recuerdos de ambos. Frente al edificio Mónaco, el banquito de piedra ahora desportillado, donde antiguamente paraba el autobús que llevaba a los vecinos hasta el centro, le devolvió a Gonzalito resonancias de sus encuentros con algún noviecito a la salida del colegio San Ignacio. Y un poco más abajo, a altura de la Avenida Francisco de Miranda, el cartel de la “Autoescuela Rossini”, rodeado hoy de grafiti y pintura descascarada, le trajo a Ana Cristina el sentido del lugar donde había tomado clases de manejo, en un Chevelle Malibu cupé, con un simpático italiano que le perdonó un par de errores al estacionar, y ahí mismo, en la gestoría del sitio, le dieron su primera licencia.

La avenida también había cambiado, pues ya no se deslizaban despreocupadamente por ella los autos de su juventud, sino que se movían torpes, lastrados por el peso del miedo; atenazando a sus conductores ante la probabilidad creciente de ser asaltados, despojados del vehículo o algo peor. También muchas de las construcciones bordeándola habían sido toscamente intervenidas para instalar anodinos comercios que deterioraban mármoles y cristales; añadiendo puertas, alambres de púas y rejas metálicas buscando protegerse, aunque sin mucho éxito, contra los indeseables pululando por la zona.

Atravesándola, Gonzalito entró al centro comercial Bello Campo donde decidieron estacionar y seguir a pie hacia la autopista, a fin de unirse a quienes comenzaban a llenar la vía en dirección al centro. “Donde, imagino, tampoco hoy podremos llegar pero al menos haremos el intento”, se dijeron sin hacerlo, mientras bajaban por una de las calles siguiendo la riada de gente con sus camisetas, gorras y banderas patrias aún por iniciarse en los enfrentamientos de este señalado día. Nuevos próceres entonces todos, probablemente menos formales que quienes firmaron la Declaración, aquel 5 de julio de 1811, pero igualmente firmes en su empeño por sacudirse el dominio de otro sistema dictatorial.

Estudiantes, obreros, desempleados, amas de casa, abuelos, padres y madres de familia, artistas, escritores y un largo etcétera iban convergiendo allí, desde distintos puntos de la capital; con las filas de jóvenes de la recién bautizada Resistencia, encapuchados y apertrechados con lanzas y defensas improvisadas al frente, para que no hubiera duda de quiénes lo arriesgaban todo por un futuro al cual algunos no irían a llegar. O llegarían tras pasar por las cárceles y torturas del régimen, exacerbándose mientras más grupos se alzaban en su contra.

Un helicóptero sobrevoló la zona y Ana Cristina miró hacia arriba atentamente, no fuera el llamado James Bond venezolano, fugado desde que la semana anterior robó uno para atacar con granadas desde el aire al Tribunal Supremo de Justicia. “Hacemos un llamado a todos los venezolanos de oriente a occidente, de norte a sur, para reencontrarnos con nuestra fuerza armada y juntos recuperemos nuestra amada Venezuela”, dijo a las cámaras tras aquella incursión. “Otro más de su bando volteándosele al tirano”, repasó, repasando con la mirada los progresos de la manifestación.

Repentinamente, el flujo humano se detuvo, señal de que habían encontrado la barrera policial. Inmediatamente el gas empezó a llegar hasta ellos y se pusieron las máscaras. Un gesto, sumándose a los que habían compartido años atrás, cuando estas fueron únicamente de carnaval y su propósito se reducía a disimular festivamente al portador. Algo igualmente borrado en esta tierra alzada, donde unos las llevan ahora para resguardar su identidad a fin de evitar ser reconocidos por los matones a sueldo del Estado, protegerse de las sustancias tóxicas lanzadas por los secuaces del poder o esconderse tras ellas pudiendo entonces actuar con mayor impunidad.

“Así se ocultan los esbirros de la represión, buscando no ser identificados por quienes les reclaman tanta intimidación y crimen; muchas veces contra sus propios vecinos, como ocurrió en un barrio, cuando dos integrantes de los colectivos armados por el gobierno cayeron de sus motos y al ir la comunidad a socorrerlos, les quitaron las máscaras dándose ahí cuenta de que uno había crecido allí y el otro ni siquiera hablaba español, porque resultó ser un mercenario iraquí pagado por el Estado. Cosa nada extraña, pues de seguro hay también cantidad de cubanos, sirios e iraníes infiltrados entre los malandros y la policía”, deshiló su hilo mental, mientras se agarraba de Gonzalito, no fueran a separarlos entre el gentío reculando o metiéndose en el hombrillo para protegerse del ataque.

Solo los más jóvenes quedaron a la intemperie de las bombas lacrimógenas, perdigones y chorros de agua a presión, contra los que respondieron con el arsenal de fabricación casera, haciendo no obstante retroceder por momentos a las fuerzas gubernamentales, fuertemente apertrechadas y, parecía, blindadas para cualquier contingencia… pero no: una tanqueta fue alcanzada por las improvisadas bombas molotov, hechas con trapos y botellas vacías, ardiendo en plena autopista, mientras a su alrededor los contingentes desplegados formaron un círculo protector desde el cual continuaron disparando.

Ana Cristina y Gonzalito siguieron el ejemplo de la mayoría y dieron media vuelta, porque tampoco era como para quedar a merced de los perdigones, que lanzados a bocajarro también podían ser mortales, tal cual habían funestamente expuesto varias de las muertes ocurridas en estas semanas de tan desigual enfrentamiento. “Me pregunto qué pasará el 30 de este mes cuando el régimen proclame su Constituyente y busque hacerse definitivamente con el poder”, le dio tiempo de proferir antes de lanzarse al suelo, pues las metras empezaron a silbar sobre sus cabezas.

Una acción, señalando el creciente grado de peligrosidad que iba tomando la represión, empeñada en restringir completamente las libertades a lo largo y ancho del país. De un extremo a otro del territorio, antaño soberano, se extendía la sombra arbitraria de quienes lo mantenían secuestrado. Y aquí a Ana Cristina le dio el corazón un vuelvo, porque no había visto a su hijo todavía, aunque sabía que estaría en algún lugar cercano al grupo de avanzada.

“¡Dios mío! ¡A ver si me lo secuestran o me lo matan!”, le dio tiempo de vocear, en medio de la estampida generalizada. “Asombroso cómo Jorge ha cambiado en menos de un año. Del muchacho alocado y diletante no queda nada. Está concentrado en la causa nacional, y energizado por el ejemplo de tantos escuderos como él, llegando de lugares tan diversos de la ciudad, pero todos con idéntico arrojo. Se me aguan los ojos maternos solo de imaginármelo ahí, llevando democráticamente plomo. Y lo digo, sorprendiéndome yo misma de lo que digo, porque nunca se sabe cuándo se cruzará con una moto balaceando sin contemplaciones a quienes se atraviesen en su camino”.

El sol de la primera hora de la tarde calaba ya las gorras, sombreros y pañuelos de los manifestantes, ahora teñidos por el sudor y el humo, pero nunca manchados; porque jamás habían estado tan limpios como después de haber sido expuestos a las represalias de quienes con tanto encono arrojaban cada proyectil contra la multitud. Familias enteras, grupos de amigos, desconocidos, se desparramaban desde la autopista a las calles y avenidas, igualmente tomadas por los cuerpos de seguridad. Algunos incluso se echaban a la cloaca, que antaño fuera el río Guaire, para atravesar al lado sur de la ciudad, buscando escapar al prolongado acoso institucional, planeado con miras a extender decisivamente el terror entre la ciudadanía.

“Aunque no nos arrodillarán”, clamó igualmente Gonzalito, ayudando a su hermana a sortear el tráfico en sentido opuesto para alcanzar el centro comercial Ciudad Tamanaco. La evocación de una mañana lluviosa cuando se le coleó el auto, por haber debido frenar en seco para no atropellar a dos individuos haciendo exactamente lo mismo que hacían ellos ahora, pero cargando un enorme cristal entre las manos, le sobrevino cual flash de la memoria al momento de ganar la orilla opuesta y dejar atrás la autopista.

Ana Cristina recordó igualmente el día, no hacía tanto pero sí mucho, cuando fue con Laurita a la peluquería y luego se reunieron con Carmen Luisa para almorzar en el “Ávila Tei”. Y lo recordó, asombrándose de lo lejano que parecía, a la vista de los acontecimientos en estos tres meses, precipitándose de manera aluvional sobre la existencia de la ciudad. “Y sobre el país completo”, agregó para sus adentros, entrando al CCCT. La mayoría de los locales tenían las puertas cerradas; y aunque algunos trabajadores podían distinguirse a través de los vidrios, otros permanecían a oscuras y unos más habían bajado la santamaría definitivamente.

“Aún no ha caído al nivel de desidia en que, hace unas semanas, encontramos el de Chacaíto, pero pareciera ir por ese camino. Claro, se está obligando a los comerciantes a vender por debajo de los costos, con la llamada Ley de Precios Justos, y el negocio irremediablemente va a la quiebra. Me comentaba una amiga, quien por años tuvo aquí una tienda de ropa nacional e importada, que reponer los inventarios con los precios del mercado actual es casi imposible. ‘Si nos obligan a vender por debajo del ingreso que se tiene presupuestado bajo una estructura de costos, cómo se hace para reponer el inventario’, me expuso desesperanzada. De hecho, en diciembre liquidó finalmente y se fue con la familia a Costa Rica, donde ha montado otro negocio similar y va saliendo poco a poco adelante.

Pero ya me lo decía el novio de Gonzalito: ‘la hiperinflación se ha devorado la economía del país, pues no se tiene capacidad de compra. Por eso también el mercado de bienes raíces está en crisis. Solo se hace negocio con las propiedades de quienes, locos por irse, las venden a precio de gallina flaca; lo cual es, nuevamente, una oportunidad única para quienes gozan del capital suficiente para invertir en ellas y dejarlas engordando, a fin de especular en el momento de una mejora en el mercado’. Si es que llega ese momento, claro está”, concluyó Ana Cristina, buscando un lugar donde sentarse.

Un estruendo de detonaciones y voces la puso sin embargo sobre alerta. Desde la zona aledaña al estacionamiento donde se habían refugiado un grupo de manifestantes, la guardia y la policía nacional bolivariana disparaban no solo gases sino balas. Caminaban en grupos con las armas en la mano mientras a su alrededor, en un revoloteo mortal, algunos motorizados de los colectivos insurgentes, que habían llevado la iniciativa asesina a lo largo de estas semanas de violencia, actuaban como contrapunto a la represión gubernamental.

Desde su lugar detrás de una columna, fue testigo de su primer homicidio. Un efectivo de las fuerzas del Estado disparó una bomba lacrimógena a quemarropa contra el pecho de un muchacho quien, calculó Gonzalito con ojo conocedor, no podía tener más de diecinueve años, quedando tendido en el acto sobre un charco de sangre. A Ana Cristina se le cayeron literalmente las medias y la quijada. Nunca se imaginó que, en su existencia y justo allí, presenciaría algo como aquello, y menos en las condiciones y escenario donde se hallaban los protagonistas de aquel irracional suceso.

Sabía, sí, que al abandonar cada día su casa tal gesto podía conllevar una sentencia de muerte, en una ciudad con uno de los mayores índices de peligrosidad del mundo; pero aun cuando más de un centenar había caído en los tres últimos meses y miles de lesionados y detenidos se hacinaban en hospitales o cárceles, todavía la herida abierta del drama la vivía cual si fuera una película. “Pero ahora ya puedo decir, como la soberana inglesa tras el bombardeo del palacio real durante la Segunda Guerra Mundial, que me es dado mirar de frente al pueblo sin sentirme para nada privilegiada”, se dijo no obstante, creyendo que nada peor podría sucederle, al menos hoy. Poco se imaginaba, sin embargo, cuán premonitorias se harían estas palabras porque, mientras ella observaba aquel crimen, su hijo estaba siendo secuestrado por las fuerzas represoras y conducido al Helicoide, sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia.

Hey you,
¿nos brindas un café?