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daniel campos
Photo by: Pierce Martin ©

Pacífico sin fronteras

Me acerco al istmo centroamericano por aire, agradecido por este viaje que pensé que no sucedería. En el transcurso de dos semanas sucedieron cosas asombrosas. En Newark me robaron el canguro con el pasaporte y el dinero para mi viaje de verano a Costa Rica, por lo que no pude volar y me quedé en Brooklyn, recomponiendo mis planes. Una semana después me llegó el pasaporte por correo, en un envío anónimo, por lo que de manera providencial pude reprogramar el viaje. Ahora que diviso la costa, recuerdo varias escenas de un verano anterior en el Pacífico guanacasteco.

Bahía Salinas

Observábamos las aguas tranquilas de Bahía Salinas desde el mirador municipal de La Cruz, en Guanacaste. Atardecía hacia el poniente. Una franja de cielo ardiente, en el horizonte, resplandecía en rojos, naranjas y amarillos, con algunos trazos rosa. El cielo de azules pálidos y profundos estaba semicubierto de nubes índigo. La mar era un espejo gris azulado. La tierra firme se ennegrecía en la penumbra.

Me di cuenta de que no sabía dónde terminaba Costa Rica y donde empezaba Nicaragua, ni por tierra ni por mar. La belleza natural era continua y no admitía discontinuidades humanas. La naturaleza no establecía áreas territoriales o marítimas, ni cuotas migratorias, sino que se daba a todos los seres por igual. Natura Naturans era todos los seres en su Unión.

Fragatas magníficas

Salí de la sombra de la arboleda al brillo del sol sobre la arena blanco hueso en Playa Papaturro. El sol fulgía y abrasaba mi piel a pesar del velo blanquiceleste del cielo, parcialmente nublado. El mar cabrilleaba en la bahía y lamía la orilla con gusto.

Yo estaba solo con el mar, el viento, el sol y la arena: agua, aire, fuego y tierra. Mis cinco sentidos percibían los cuatro elementos.

Pronto tuve compañía en la playa virgen: fragatas magníficas (Fregata magnificens) en pleno vuelo sobre el límite entre mar y tierra.

Divinidades albinegras del aire, desplegaban sus alas de enorme envergadura y planeaban con elegancia, aprovechando los vientos fuertes sobre la bahía. A veces tijereteaban su cola horcada y plegaban o inclinaban sus alas para cambiar de altura y dirección. Bailarinas del viento, ejecutaban todos sus movimientos con garbo.

Observé decenas de esas bellas tijeretas de mar. Se elevaban del islote donde anidaban frente a la península sur de la bahía. Una a una, en secuencia, sobrevolaban el perímetro de playas de Bahía Salinas.

Cuando pasaban sobre mí en Playa Papaturro yo distinguía con nitidez su cuerpo elongado, sus alas angulares en forma de M y sus colas bifurcadas.

Atisbé las variaciones en el plumaje. Las fragatas juveniles tenían testa, garganta y pecho blancos en contraste con alas y cola negras. En las adultas, la testa y garganta se tornaban negras y las plumas axilares se revelaban barreteadas y albinegras. Sólo los machos adultos eran completamente negros, excepto por un el rojo de la garganta.

Las contemplé extasiado. Nunca vi tantas fragatas juntas en pleno vuelo, ni con tanta claridad y cercanía.

Fue un momento de intimidad con la Divinidad Natural, sus elementos y sus magníficos seres. Me brotaron lágrimas de desahogo, de agradecimiento, de gozo.

Mis sentidos, mente y corazón percibieron en armonía y con lucidez que vivía uno de los momentos estéticos y espirituales más sublimes de mi vida. El día era Divino.


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