Fue un destello de luz en mi infancia rodeada de esperanzas. Llegó a mis manos cuando los deseos de paz desbordaban a los citadinos peruanos. Corrían los sombríos años ochenta, tiempos de gravitación terrorista e impactos socio económicos. La barbarie senderista había calado en lo más hondo y próximo a la capital. Los canales locales solo transmitían desesperanza. El túnel con ínfima luz parecía no tener fin en el Perú. Sin embargo, en ese interín de escenarios sangrientos, una tragicomedia oligarca se posó en mi velador y logró despejar la neblina. Los capítulos de “Un mundo para Julius” empezaron a abstraerme, aunque sea por unas horas, de la roja realidad. Alfredo Bryce, su padre, su autor, me entretuvo con su bien retratada perspectiva de la oligarquía limeña. La seriedad de su relato combinada con la ironía de una sociedad, por ese entonces, silenciosamente despreciable y gritonamente aceptada, me devolvieron la sonrisa infantil que a veces perdía en el contexto.
Situación similar he vuelto a respirar en estos meses. Desde el fin de las recientes elecciones gubernamentales peruanas, mi conciencia y mis planes vienen sintiendo el escalofrío que pega el gobierno de turno. Pese a los intentos de hacer creíble un discurso unitario, aún no muestra clara intención y continua firmeza para enfrentar, y de ser posible ganar, la guerra contra la pandemia, la nueva pobreza y el antiguo terrorismo. Empero, como en mi pasado febril, otro artista, otro Bryce ha logrado, aunque sea por unos minutos, retirarme de la pesadumbre que se vive en la nación. Nuevamente un virtuoso, esta vez músico, me ayuda a olvidar la turbadora atmósfera local. Sus envolventes composiciones, las cuales superan la perpetuidad de Drácula, aportan al anhelo de paz que ansiábamos en los ochenta y que hoy queremos reafirmar. Con notas exactamente colocadas y sutil elegancia, otro Bryce, Jaime Bryce, de origen peruano y expansión neoyorkina, nos devuelve la sonrisa que a veces olvidamos.
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