Era la primera vez que asistía a un casino y, para mi sorpresa, estaba en uno de los más grandes del mundo, en la mismísima Meca del azar y la mala fortuna, donde el dinero vale menos de lo que vale y viaja más de lo que nos imaginamos. Allí suceden cosas que se salen de nuestro entendimiento, como lo que me sucedió justo cuando inserté mi primer billete: la máquina se iluminó, digamos el doble, así como el sonido que emitió, fue tan fuerte y tan atractivo que olvidé por un instante que estábamos rodeados de cientos de ellas y que cada una se comportaba de la misma manera con su respectiva víctima. Parecía más una especie de flirteo de un especialista con una inocente e inexperta presa que una relación entre dos expertos en suerte. Y más me demoré en oprimir un botón que ella en engullirse el dólar. Nunca supe qué hice mal, o bien. Si lo miramos desde otro lugar, lo que sí sé es que algo en mis tripas me obligó a vengarme de ella de inmediato insertando otro billete en la ranura que se alimentaba de papel moneda y de nada más que de eso y que, por cierto, se me ocurrió que podría llamarse Mundo. Esta vez no me intimidaron ni la luz ni el sonido, aunque sí un poco una señora nonagenaria quien, a mi lado, golpeaba la pantalla de su máquina que no hacía lo que ella quería sino lo que le venía en gana, como todas. Me concentré un poco más en sus artilugios y, luego del siguiente giro de los rodillos electrónicos, que ni son rodillos ni giran, y tras un pestañeo, me vi al otro lado de la pantalla con un gesto de cazador y con un café tamaño familiar en la mano. Miré a mi lado y, para mi sorpresa, esta vez sí mayor, estábamos en línea cinco de nosotros bajo una lluvia de monedas digitales que hicieron levantar las cejas al que sostenía el café en el otro lado, en el casino, en el mundo podríamos decir. No sé cuánto dinero ganó o si lo que le sorprendió fue verse repetido cinco veces en la pantalla porque, de inmediato, desapareció para siempre de mi vista. Cuando regresé a la pantalla, no sé cuánto tiempo después, había un señor mayor, también con un café en la mano, que maldecía por no verse reflejado en la pantalla, o porque le aparecieran animales de los cuales no conocía ni siquiera el nombre.
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