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paola maita
Photo by: JoJo Johnson ©

Orfandad literaria

Ser hija única me hace tomar una consciencia extrema de que puedo quedarme sin familia inmediata en cualquier golpe de suerte. A pesar de tener consciencia de que más pronto que tarde me quedaré huérfana por completo, hasta hace un par de días no había caído en cuenta de que hay otras maneras menos evidentes en las que ya me he quedado huérfana.

No solo me he quedado sin país en muchos sentidos -lo cual ya es suficiente para sentirse huérfano de por vida- sino que hay una orfandad que me irá llegando paulatinamente y que nunca había considerado: la de mis escritores favoritos.

Creo que es bastante seguro asumir que todos los que escribimos somos ávidos lectores, aunque intentemos negarlo o creamos que no lo somos porque vamos abriendo y cerrando libros tantas veces como se nos antoja. Vamos por la vida pensando que queremos hacer algo como tal o como cual, sin darnos cuenta del peso de esas palabras. Con cada escritor que admiramos, formamos un vínculo que nos marca y nos mueve.

Por mucho que cueste creerlo, algunos escritores me tomaron de la mano en los momentos más difíciles cuando las personas de mi entorno me fallaron. Incluso, me atrevería a decir que algunos de ellos me han influenciado más que algunas personas de la vida real y que me han atravesado más que mi propio padre, con quien tuve una relación marcada por la ausencia.

En el momento en el cual me doy cuenta de lo influyentes que han sido estas personas a las que solo conozco por medio de sus palabras, inmediatamente pienso que tenerles como referencia hace que me enfrente a la orfandad literaria.

Al mismo tiempo, pienso en esas veces que descubro un escritor y me enamoro de su obra. Si está muerto, ya lo tengo asumido. Si está vivo… Me pregunto cuánto tiempo quedará antes de que me haga huérfana literaria otra vez.

Cada vez que muere un escritor que me gusta, significa que su obra ya está cerrada para siempre y que esa persona no podrá sorprenderme con su siguiente libro.


Hace dos años, comencé a leer a Joan Didion por primera vez en mi vida. Ese libro, el aclamado El año del pensamiento mágico, es una de los textos más duros que he leído nunca. Para mí, resume varias situaciones en un mismo escenario: la muerte de alguien querido, que ocurra delante de mis ojos, que sea inesperada y que me lance a un vacío creativo.

Ese libro, que no es muy largo, me tomó un año leerlo. Cada vez que me dolía demasiado lo que leía, lo dejaba en la biblioteca por un par de semanas, hasta estar segura de que había digerido las palabras. A medida que me iba acercando al final, me costaba más retomarlo porque sabía que estaba por terminarse. Cuando por fin logré llegar al final, casi podía sentir un duelo por el libro que más profunda y humanamente me ha descrito el duelo.

A medida que ha pasado el tiempo, me he dado cuenta de dos cosas. La primera es que leer a Joan Didion me ha hecho aspirar a escribir de otra manera, una que me desnude más.

La segunda es que ahora que estoy leyendo otro libro de ella, noto que no fue un one hit wonder conmigo. Me van gustando más otras cosas que leo de ella.

Entonces, me entra el miedo. Didion está mayor. Las probabilidades de que pueda abandonarnos pronto son altas. Temo ese día, en el que lea la noticia que ha muerto. El problema de enamorarse de la lectura es que nos quedamos huérfanos más a menudo.


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