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paola maita
Photo by: Hunter Desportes ©

One-way ticket

Íbamos por la carretera escuchando un podcast donde entrevistaban a Arturo Pérez-Reverte, un hombre al que no me habría animado a escuchar de no ser por S. En mi cabeza, tengo muy claro el personaje que este escritor ha construido en Twitter, y es uno que me genera un rechazo contundente.

A pesar de que no es alguien con quien sienta que tengo otra cosa en común además del oficio de escribir, hay una frase que dijo en la entrevista que me ha quedado dando vueltas en la cabeza: De la guerra no se vuelve.

S. me miró de reojo, sabiendo que eso es algo con lo que no puedo argumentar estar en desacuerdo. Comencé a comentar con él cómo existe la incertidumbre de si las personas que se van a la guerra vuelvan físicamente; pero que, sin importar lo que pase con sus cuerpos, creía que emocionalmente no hay manera de que vuelvan. Lo que no le dije a S. en ese momento es que la siguiente cosa que pensé fue que de migrar tampoco se vuelve.

En ese momento, me sentí muy segura de no comprender la magnitud de lo que significa ir a o vivir en medio de una guerra. Por mucho que quiera empaparme de lo que significa a través de libros, noticias y anécdotas ajenas, se me hace inconmensurable la dimensión real del horror que significa. Sin embargo, hay algo en la idea de Pérez-Reverte sobre el no retorno de la guerra que me resonó en lo más hondo.

La frase y mi asociación me llevaron a pensar en cómo creo fervientemente que la persona que era a nivel emocional en el momento de subirme al avión, ya no existe. Miré por la ventana del coche y pensé que es muy fácil ponerse existencial en una carretera. Sin embargo, eso no hacía que mi razonamiento me pareciese menos válido.

Unas horas más tarde, le estaba comprando a un familiar un pasaje one-way a Venezuela. Noté las ganas de volver a su país, de ver cómo está la vida que dejó. Mientras revisábamos los vuelos, viendo cuál le iba mejor y cuál no, noté que estaba haciendo por él algo que no haría por mí: No me veo capaz de comprar un boleto para ir a Venezuela, mucho menos sin retorno a España.

Bueno, seguramente si sucediese algo grave iría, he pensado antes cuando me planteo la misma situación. Las primeras veces que lo hice, la respuesta era un , claro y sin dudas. Sin embargo, más me transformo aquí, sigo explorando, descubriendo y conociendo la persona que quiero ser, menos me veo capaz de ir.

No quiero regresar al lugar donde elegí -consciente o inconscientemente- con frecuencia hacer lo que quería mi entorno por encima de lo que yo quería realmente. Velé mi sexualidad, castigué mi cabello alisándolo, disfracé mis sueños, acallé los reclamos que tenía hacia algunos de mis seres queridos, y ahogué muchos de mis impulsos. De la guerra no se regresa, y de migrar tampoco repito en mi cabeza.

Esa noche, vi en mis historias de Instagram a una amiga que ha ido recientemente a visitar a su familia. Le vi feliz, arropada del cariño de los suyos que quedan allí. Sonreí de saber que ha logrado ir. Al mismo tiempo, me pregunté si ella pudo volver realmente. ¿Será que todos los que migramos nos vamos sin retorno? ¿O seré solo yo la que encuentra en la frase de un cronista de guerra la dirección en la que salió de su país?


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