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willy wong
Photo by: Ricardo Velasquez ©

Olores Californianos

Hace poco más de quince años, cuando me debatía entre el amor nacionalista y el deseo de virar hacia los no prejuicios, pisé por primera vez el estado norteamericano que, de ser nación independiente, sería el quinto más poderoso del mundo. Con menos de treinta años y con el cerebro enfocado en los estudios de posgrado, llegué a la dorada y delirante California. Apenas pisé su asfalto aeroportuario, recibido por los primeros rayos solares que brillan la mayor parte del año, sentí su particular hedor mestizo, ese que se podría describir como jamón ibérico y mole agringados. Transcurridos los meses, me embriagué con su brisa marina sinigual, una tan potente que hasta el día de hoy la percibo si Santa Mónica aparece deslumbrando en una película hollywoodense. Hecho similar experimenté con el relajado y pretensioso humor de sus residentes; cómo olvidar los olores a wax, universidad, Grammys y Pacific Beach.

Hace unas semanas, casi sin querer, como cuando te sorprende una buena ola californiana para surfear, reviví todas aquellas sensaciones, y otras más que no imaginaba. Un viaje inesperado me situó en la California de mis recuerdos, de mis sorpresas. Palpando como en antaño su esfera colonial, astucia playera, glamour cinéfilo y exquisitez estudiantil; me crucé además, inevitablemente, con el cannabis en retail y la indigencia por doquier. En las urbes más cosmopolitas del emblema del oeste, los humos ya legalizados e industrializados me invadieron abruptamente en las vías públicas, tanto que sin ser adepto me sentí uno de ellos. De igual forma, miles y pequeñas carpas de habitantes cuasi desterrados por el sistema, intensificaron la paradoja de quien es el hogar de los que no lo tienen. California, cuna de los olores pomposos es ahora también el de las veredas tomadas, el de las calles cuestionadas.


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