Huyendo del frío invernal, los indigentes abandonan las calles y se refugian en las estaciones y vagones del metro neoyorquino. Aquella noche en la estación de West 4th Street, vi a una mujer desamparada sentadita en una banca en la plataforma del tren F. El gentío iba y venía o esperaba impaciente el tren atrasado. Ella se mantenía quieta. Tenía unos cincuenta años, el cabello ensortijado, corto y canoso, y piel café con leche reseca y lastimada por la inclemencia del invierno. Sostenía contra su pecho a un león pardo de peluche con su mano izquierda mientras lo acariciaba con la derecha, como si fuera su bebé. Le sonreía con ternura y lo miraba con ojos enloquecidos de amor. Y por debajo de la locura de sus ojos negros se escondía un profundo dolor.
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