Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Photo by: eXploration Etoile ©
Photo by: eXploration Etoile ©

Ocio

El antagonismo entre trabajo y ocio acompaña a la humanidad desde hace siglos. El capitalismo, nacido a partir de la Revolución Industrial, adoptó la filosofía y la ética protestantes porque estas elogiaban el trabajo (necesario para la industria) como virtud, y condenaban el ocio (inútil para aquella, que necesitaba obreros para producir masivamente) como vicio.

Era la época del auge de las fábricas textiles: la economía basada en la agricultura y la manufactura artesanal se convertía en economía basada en la producción a gran escala. Los campesinos se volvían proletarios, y el carbón dominaba como fuente de energía porque producía vapor. Era la época de la ausencia de leyes que protegieran a los trabajadores adultos, y en la que se veían niños en las fábricas. Años más tarde, el socialista Paul Lafargue acusaba ásperamente a los industriales en su libro El derecho a la pereza. Al revés de aquellos, condenaba el trabajo (equivalente a la explotación de los obreros) y elogiaba el ocio (equivalente a la independencia de estos y al manejo del propio trabajo): “Nuestra época es, dicen, el siglo del trabajo; es en efecto el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción”.

Desde entonces, la oposición ha persistido con iguales connotaciones, positiva y negativa. El neoliberalismo (una de las formas que el capitalismo tomó a partir de la llamada “crisis” del modelo económico keynesiano) proclamó la necesaria reducción del Estado. Sin embargo, lo extendió disimuladamente a través de la difusión social de un vocabulario y un conjunto de prácticas. Las palabras que quedaron en nuestro lenguaje (y, por lo tanto, en nuestra cultura) invadieron distintos ámbitos, entre ellos, administrativos, académicos, terapéuticos y profesionales. Estas son, por ejemplo, eficiencia, eficacia y productividad: lo más importante, el ideal que todos deberíamos alcanzar, es producir. Nuevamente, nos encontramos con las dos palabras enfrentadas. Trabajo aquí conserva su connotación positiva, y ocio su connotación negativa, es decir, ineficiencia, ineficacia e improductividad.

En la era del imperio del neoliberalismo, el predominio del trabajo sobre el ocio gobierna nuestras prácticas cotidianas. Además, el continuo desarrollo de nuevas y más rápidas técnicas y tecnologías de comunicación (la Internet y los teléfonos celulares, por nombrar solo dos) ha desdibujado el límite entre trabajo y placer. Con la rápida evolución de la Internet, crecieron las redes sociales, de las que las empresas se apropiaron. Así, transformaron la manufactura de productos en oferta de servicios. De este modo, Google, coloso de la economía naciente, adquirió YouTube, representante de la nueva tecnología y responsable del enmascaramiento de la antigua oposición: estar en casa y jugar ya no son síntomas de ocio sino instrumentos de trabajo. Tener un canal de YouTube se convierte en un método para obtener ganancia. Pasamos nuevamente al aliento del consumo.

La pandemia, que promovió el avance de nuevos mecanismos que facilitaran la comunicación a distancia, favoreció este enmascaramiento. Las personas que trabajaban en los sectores más afectados (actores, músicos y deportistas, entre otros) se vieron obligadas a quedarse en sus casas. Por eso, recurrieron a formas de entretenimiento nacidas de la tecnología, como las series en Netflix. Pero acosados por la presión social de trabajar y la necesidad de ganar dinero, idearon técnicas ingeniosas para aprovechar las ventajas de YouTube: inventaron canales que tenían audiencias crecientes que les permitían obtener ingresos; convirtieron el ocio en trabajo. Para hacerlo, acudieron a otra modalidad nacida de la Internet y de su adopción por parte del capital: la “monetización”.

Existe otra dilución del límite entre ocio y trabajo: las formas ocultas de la subocupación. La creciente avidez de dinero, sumada al crecimiento imparable, generó nuevas formas de la economía, por ejemplo, la “economía de la changa” (o “gig economy”). Esta se caracteriza por la organización, por parte de las empresas, del contacto entre cliente y prestador. El ejemplo más famoso es Uber, la empresa de taxis. La ventaja para los clientes es la rapidez y el bajo precio. La desventaja para los empleados es que no son empleados. No reciben un cheque todos los meses, solo un pago parcial por el trabajo realizado. No tienen horas extra, ni los llamados “beneficios” en los Estados Unidos (seguro de salud y jubilación) y, en el caso de los trabajadores de tiempo parcial, deben estar siempre disponibles por si reciben un llamado de la empresa empleadora; siempre en su casa; siempre “holgazaneando”.

El neoliberalismo (y sus consecuencias, por ejemplo, la inseguridad laboral y la subocupación) y el crecimiento de nuevos medios de comunicación aumentaron la duración del trabajo. Al mismo tiempo, aquel difundió la imagen de un incremento reprobable del ocio. El ocio es reprobable porque es improductivo. Es una forma más de perder el tiempo. Sin embargo, yo afirmo que no se trata de perder, sino de ganar. Cuando no podemos trabajar – por ejemplo, porque tuvimos una hemorragia paralizante –, tenemos tiempo para leer y escribir. En consecuencia, seremos ricos en conocimiento, que no aplicaremos; en capacidad de pensar, que no nos servirá para escribir ningún trabajo académico y, así, prolongar nuestro currículum. En lugar de “producir”, escribiremos poemas y novelas, que no enseñarán nada, pero enriquecerán. Este enriquecimiento servirá para alimentar las almas en lugar de los cuerpos. Entonces, habrá que aspirar a tener más hemorragias.


Photo by: eXploration Etoile ©

Hey you,
¿nos brindas un café?