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esteban ierardo
Photo by: Heath Alseike ©

Océanos de plástico 

Miro el mar azul y hondo. El sol, las olas, las espumas. Quisiera dejarme llevar por una contemplación estética o una meditación filosófica sobre los océanos como metáfora de lo primitivo, profundo y misterioso. Pero no. Algo más urgente se me impone: imaginar en el horizonte una isla que no es como las otras. Se mueve lentamente como una serpiente que no quiere ser advertida. Es la isla de plástico de aproximadamente tres millones y medio de kilómetros (siete veces, por ejemplo, la superficie de España), que flota con un insistente movimiento giratorio en el norte del océano Pacífico.

Es la llamada Isla de basura, Isla tóxica, o la Gran mancha de basura. Distintas denominaciones para aludir a ese gran monstruo de desechos marinos en un planeta en el que el 70% de su superficie lo componen los mares de una profundidad media de 4.000 metros. En los océanos se concentra el 97% de toda el agua de la Tierra, en una extensión aproximada de 1.300 millones de km3. Los océanos son el mayor hábitat del planeta con hasta 1 millón de especies.

En la década del 80`, al navegar por el Pacífico Norte, Charles Moore, un capitán marítimo e investigador oceánico, descubrió la Isla tóxica. Pero no la piensen como una forma sólida y visible. No. Es una criatura escurridiza a la mirada: ni los radares ni las fotografías satelitales la registran. No se trata de millones de botellas de plásticos y diversos recipientes enzarzados en un caos reconocible. Es una imperceptible urdimbre de micro fragmentos, como granos de arroz que, unidos, crean una anomalía que agrede los ecosistemas marinos. Hoy por hoy, detener a ese pulpo contaminante es casi imposible.

El norte del océano Atlántico también tiene su monstruo plástico. Una criatura nacida de la acción humana. China, Indonesia, Tailandia, Filipinas, Vietnam son los países que más vierten desechos plásticos. Los ríos son cintas líquidas de residuos que desembocan en los océanos. El 95% de los plásticos que llegan a los mares lo hacen a través de ríos como el Amarillo y el Yangtsé de China, el Níger de Nigeria, o el Mekong en Vietnam.

Las extensiones costeras de los países entregan su aporte a la gran contaminación, pero también son fundamentales las descargas de desechos de los miles de barcos que recorren los mares, muchísimos de gran calado. Según investigaciones de The Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), los barcos de carga chinos son quizá el de mayor efecto contaminante.

Los desechos en el Pacífico se apiñan en un movimiento estable y giratorio por el impulso de las corrientes. Los trozos de los plásticos fotodegradables (materiales que pueden ser degradados por la larga exposición a la luz) se descomponen hasta pequeñísimas partículas digeridas por los peces que habitan cerca de la superficie marina. Los residuos así ingresan en la cadena alimenticia.

En algunos casos, la densidad de la concentración de los plásticos reducidos a mínimas expresiones es superior, largamente, a la del zooplancton. Confundiéndolo con estos microorganismos, las medusas consumen las toxinas de las partículas plásticas mínimas y éstas a su vez son devoradas luego por otros predadores.

Así, finalmente, los restos de basura plástica descompuesta terminan en los estómagos de aves marinas y de diversos animales de mar como las tortugas y los albatros de patas negras.

El conjunto de los desechos transporta también otras sustancias contaminantes como bifenilos policlorados o hidrocarburo aromático policíclico. Y dado que muchos peces comen las medusas, y estas luego caen en las redes de la industria pesquera terminan siendo también una fuente contaminante para la alimentación de los humanos. Y cientos de especies viven dentro de la gran mancha de basura, bajo una amenaza continua para sus procesos biológicos, lo que bien podría redundar en su fuerte diezmamiento.

Y la contaminación de los mares coexiste con el gradual calentamiento global, asociado esto con las acciones humanas que favorecen el aumento del dióxido de carbono y que contribuyen al famoso efecto invernadero de la atmósfera. Pero en los propios debates sobre el cambio climático el efecto del aumento de las emisiones de dióxido de carbono en los océanos es secundario. Algo poco comprensible atendiendo a que los océanos regulan el clima y la temperatura del planeta, proveen de alimento y agua y brindan un medio de vida a miles de especies. Y, además, silenciosamente, los mares han adquirido un fundamental rol en el freno del cambio climático.

Un 93% del calor generado por las actividades humanas desde mediados del siglo XX han sido absorbidos por los océanos. Pero esto a condición de la acidificación de los océanos, lo que provoca la disolución del hielo marino del Ártico, y el aumento de las emisiones de metano por el derretimiento del permafrost (la capa de suelo permanentemente congelado de las regiones muy frías, como la tundra siberiana). Todo esto redundará en un muy peligroso aumento del nivel del mar.

En 2015, el Grantham Institute produjo una investigación que asegura que si el calor producido por acción humana entre 1995 y 2010 absorbido por los primeros 2 primeros kilómetros de profundidad de los océanos se hubiera difundido en los 10 kilómetros inferiores de la atmósfera la temperatura hubiera trepado a los 36ºC. Así los océanos nos han blindado hasta ahora de los más destructivos efectos del cambio climático. Han sido y son nuestros grandes benefactores. ¿Pero podrán los mares seguir absorbiendo tanto dióxido de carbono en el futuro con el aumento de la acidificación?

Desde los tiempos de la industrialización, la acidificación ha aumentado 30 %, lo que libera una sombra creciente de peligro sobre la vida marina. Y desde cierta perspectiva, parecería que la contaminación marina es consecuencia ya inevitable del desarrollo industrial y de los desechos inevitables de la vida moderna compleja. Pero esta afirmación libera de responsabilidades a los poderes internacionales, y consolida la ausencia de una comprensión holística de la relación entre las acciones humanas y el impacto ambiental. La transformación gradual de los mares en basureros líquidos refuerza al sapiens en su condición de máxima amenaza para la salud de la naturaleza.

Pero también desde un nivel de reflexión sobre los procesos culturales, la Isla de plástico confirma la inexistencia de conciencia oceánica en el tiempo tecnoglobal. Y la construcción de océanos de plásticos y de aguas sobrecalentadas por la acción antropogénica trasforma la naturaleza del mar: de fuente de vida y navegación a una fuerza degradada con fuerte implicancia en el desquicio ecosistémico del planeta. Esta producción de lo marino es muy diferente al mar esencial, originario, el de las aguas insondables y de energía poderosa.

Por eso miro de vuelta el mar azul y hondo. El sol, las olas, las espumas. Y, ahora, me dejo llevar y no reprimo la emoción ante la belleza de las aguas, que oculta millones años de la poesía del mar sereno, o de las tormentas y el oleaje furioso. Por sus caminos abiertos siglos de navegación, de buques mercantes y de guerra, de naufragios y llegadas a puerto. El mar siempre el mismo, siempre joven, desparramándose en las costas de arena, o entre rocas y acantilados.

El mar perdido, el del horizonte lejano, la inmensidad sin fronteras, labio que besa el cielo, sin manchas de plástico y temperaturas desmadradas. Aquel horizonte del mar, el de las ballenas, el de la música de las olas, las corrientes, el viento.


Photo by: Heath Alseike ©

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