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Monica Maud

Occāsus

Su entendimiento no podía resonar tan lejos.

No comprendió por qué sus atrevimientos se convertían en hipócritas palabras con el santo ajetreo de todos los días. Le he de quitar la vida. Sin espada, sin lances, ni armaduras. Acabarán sus sacrilegios, de una vez. Con la nobleza y con la dulzura de la melodía.

Magdalena, moribunda al final de cada día, ostentaba el talismán de su vergüenza, símbolo maldito que suplica oídos, muros y alma. Magdalena esperaba el instante de luz en el cielo que le indicaría el justiciero momento. La aniquilación; el fin y la iniciación.

Si el odio fue angustia de un gran amor; ella debió amarlo. Algún lejano recuerdo que ya no evocaba para no revolver las tripas en su vientre ensanchado y fláccido.

Juego de temores acosó a la desposada; espontáneos verdugos de la ilusión. La vacilación de cada ingesta, la osadía de que la vieran mientras ensayaba su ardid, los ojos ingentes que no había aprendido a ocultar, la humedad de sus manos, de las que los objetos caían sin cesar… acrecentaban los horrores del castigo. Sin embargo, la condena ya no importaba; sólo ellos la mortificaban. El escarnio que les caería encima. Y jamás le perdonarían el haberse adueñado de sus sombras. Estos pensamientos le habían preservado la vida, porque Magdalena no merecía el desprecio de sus hijos.

La mujer había sido niña, alguna vez; hija, también. Después, madre de hermanos huérfanos y pequeños. En un amén, se había vestido de novia. Y en otro amén, había despedazado el ajuar. Dos niños llegaron, sin embargo, pero con el estigma, con la marca del desdén, con la humillación del no ser… de no ser hijos de nadie. Ella se maldijo desde ese instante.

Cada domingo hacia el anochecer Magdalena renacía; él dormía. Ignorante, soberbio e innegable su imperio. El sosiego de su sueño, empero, la sumía en las honduras; con lentitud. Las píldoras, que malgastaba, no impedían el roce de sus pieles. Y el hedor iba creciendo poco a poco, infestando el derredor; sin tino. Anciana ya, Magdalena, sin candores, se negó a orar.

Una madrugada despertó bañada en lágrimas y sudor… supo, entonces, que ultrajaba su soledad; suspirada en el trino de los pájaros y en los ojos de sus niños.

Descubrió que era la hora, que se acercaba, que debía prepararse para recibir la liberación, desde los infiernos. Así lo hizo; vertiginosa.

Penetró sigilosa en el altillo, desenfundó el espetón que había sido de su tatarabuelo; aguzado. Él yacía con el abdomen hacia arriba; descarnado y nauseabundo. Emanaba aires calientes por la boca; ásperos. De tanto en tanto, se refregaba los cabellos con el dedo pulgar. Retrato de la burla, jamás sepultada.

A la mujer le palpitaban frívolamente las sienes. Los niños soñaban con el día de campo que no fue. Caminó, lánguida, hacia la víctima y sintió la frescura que invadía su piel. Incrustó el arma en el centro mismo de su pecho. Comprendió, en ese segundo, que era ella, imponente de rencores, de recuerdos, de presencias y de ausencias. Desnuda. Desprovista de sí, por primera vez.

Se desplomó pesadamente sobre la litera. La cabeza lamió la mano que caía, al descuido; la sangre se esparció entre las tibias sábanas. Magdalena se redimió.

Aarón y María, sus hijos, jamás supieron de causas, ni de remordimientos. Apenas tuvieron tiempo de desterrar su rostro y su perfume. “Había sido una excéntrica desde joven”, fue la excusa. 

Él no sospechó siquiera que, en realidad, le debía la vida a su mujer. Tampoco supo de su renacer, ni del ave negra que cruzó el infierno mientras, atrapado por la embriaguez, ella planeaba la traición. Mucho menos imaginó que Magdalena regresaría aquella noche. 

– La satisfacción ya no cabe en mí –le gritó ella. 

– ¿De dónde sales, mujer? Acabo de sepultarte.

– Has abandonado bajo tierra mis restos –dijo, más altiva que nunca–. Yo no he sido aquella; no habrás de vaciarme; nuevamente. Seguiré tus pasos y seré tu cruel vigía –y su imagen se transformó en ave y el ave se posó sobre la escuadra de la ventana. Y el antiguo amor se deshizo en rastros de desprecio. Pero, el desprecio ya no importó.

El hombre no volvió a hablar; jamás; enlazó su lengua al fantasma, que lo arrastró, en vida, hacia las profundidades. Los gemidos, no obstante, no cesaron; los hijos dejaron que el padre enloqueciera. 

– ¡Tan excéntrico como ella! –se evadieron.

Y nunca nadie preguntó. Hasta hoy, Magdalena regresa para abrir las cortinas azules de la habitación, luego del entierro. 

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