Antes, digamos hace cincuenta años, para no ir hasta un antes imposible de sustentar o, lo que es todavía peor, imposible de imaginar, teníamos que esperar nada más a que los niños vinieran con un pan debajo del brazo y que llegaran con la bendición de alguno de los dioses a disposición de la geografía. Con tener los brazos abiertos era suficiente, bastaba atender al timbre cuando la cigüeña llamaba a la puerta. Pero ahora, con las nuevas programaciones de fábrica a las que podemos someter a las criaturas indefensas que son los hijos, podemos dejar de esperar. Ya no es necesario que el niño reciba un entrenamiento adecuado para convertirse en el mejor futbolista de la historia, que lea todos los clásicos de la literatura para que tome la decisión, bajo su cuenta y riesgo, y aun sabiendo que se equivoca, de ser un escritor de libros, o que conozca el amor de su vida para que se sienta realizado en su persona emocional. Según la ciencia, hoy, por fin, ya es posible que los hijos sean lo que sus padres quieren. Nada más basta asistir al centro médico antes de las ocho semanas de gestación y empezar a ingresar el alimento a través de sondas electrónicas imperceptibles al ojo humano.
Esto me hizo recordar un pasaje de un libro sagrado que leí hace poco. Allí, uno de los dioses paganos le ofrece omnipotencia al hombre que está en la calle pidiendo limosna y que todavía no recoge la cuota diaria. Le promete que podrá ser lo que él quiera a cambio de su adoración absoluta. Este, por supuesto, acepta, sin medir las consecuencias. Luego se convierte en rey y oprime, como es el deber de un buen rey, a todos los plebeyos de su reino. Porque el dios le otorgó de todo, menos compasión y buena memoria.
Y todo esto porque pienso que cada vez nos parecemos más a los dioses: no queremos sino que se haga nuestra propia voluntad; no hacemos sino lo que se nos da la gana.
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