Kanye West no se ríe porque no tiene que reírse. Algo parecido pasa con los que compartimos esta ciudad con millones de personas. Los vemos cruzar las aceras a un paso acelerado que en cualquier otro lugar del mundo sería considerado como un trote, pero aquí, en Nueva York, es caminar. La vista en alto, sin sonreír, como enfocada en una meta, una meta que el resto de los transeúntes desconoce, pero que es, sorprendentemente, compartida.
Es el paso de la ciudad. Una ciudad que trota y que hace al que llega trotar. Agarrar el ritmo. Cruzar calles y avenidas a pasos acelerados. Esperar semáforos y trenes con un instinto impaciente. Conocer y desconocer personas en segundos. Tomar tragos como si fueran los últimos. Fumar cigarrillos más rápido de lo que el frío te congela las manos. Y sentarse a contemplar sin querer, porque después de todo, no importa a que velocidad vayas, esta ciudad te impone momentos dignos de ver.
Nueva York es como el mar, constantemente tratando de empujarte hacia la orilla, sin embargo miles pelean con las olas para seguir nadando dentro, porque este lugar, solo como ciudad, es una universidad. Aquí se descubre lo mejor y lo peor de la raza humana, el racismo y la humanidad, la amistad y el odio, la civilización y la barbarie. Aquí se conjuga un mundo, con sus buenos y sus peores. Y al final ¿Para qué?
Para aprender. Nueva York enseña como ningún otro lugar porque la idea de una ciudad universal es una semi-utopía que existe. Una semi-utopía porque no es perfecta, pero es un intento cercano. Entonces se enamora la gente del concreto, de las avenidas y de las utopías y quién los puede culpar.
Kanye West no se ríe porque no tiene que reírse. Su felicidad es intrínseca, como los que habitan esta ciudad. Intrínseca, pero no perfecta, y por eso la esperanza está en que una ola, lo suficientemente grande, nos empuje a la orilla y nos haga reconocer que Nueva York es una gran ciudad pero que también hay sol en la arena.