Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Nueva York en momentos

 

JFK

jose eduardo gonzalez
Photo Credits: m01229

Si las cosas salen bien sales a un estacionamiento gigante con vista a la autopista y allí es el único momento que miras su tamaño y su complejidad. Si las cosas salen mal, terminas escoltado por un pasillo por un oficial que parece oriundo de Galveston, Texas o Cody, Wyoming o quién sabe dónde y el encanto Mid-Century Modern muere en una oficina de lo más corriente. El oficial te dice que no te preocupes, que es algo de rutina, que el problema son los nombres en español que son tan comunes y se repiten tanto, que toda la culpa es de algún mexicano ilegal que hizo un crimen al otro lado del país.

Ves a tu izquierda y hay mujeres con rostros cubiertos y hombres morenos de bigotes y barbas impecables; ves a tu derecha y a pesar de no tener características en común hay algo en ellos cierto aire que te hacen entender su origen latino, una cierta actitud hacia la vida. Les dices al matrimonio que le ayudaste a llenar los papeles en inglés que esto le pasa todo tiempo a un pariente tuyo por el apellido, González, y el esposo te dice que él es González y la mujer que ella es Pérez de González. González, González, González. Como Speedy.

Luego de verificar que no eres terrorista, narcotraficante, criminal de guerra o inmigrante ilegal –lo cual es sorprendente porque del susto se te olvida el 80% de tu inglés– vas finalmente camino al edén del estacionamiento gigante con vista a la autopista. Antes de salir un oficial que te había hablado en un muy servicial inglés mira tu pasaporte y sonríe. “¡Dale, chico, que todavía estás joven!”, te dice con un relajado español puertorriqueño.

 

Empire State Building

jose eduardo gonzalez
Photo Credits: Ralph Hockens

Desde abajo parece un edificio más entre cientos. La cola de turistas en la acera es quizá lo único que la delata. Entras y, poniendo a un lado el Art Decó y los empleados vestidos de ascensoristas de época, parece un aeropuerto. Entre por allá, ponga las manos aquí, quítese los zapatos y el cinturón, meta el morral y la chaqueta por acá. Mi papá se acerca y me dice que los gringos están paranoicos. Al día siguiente de nuestra visita un hombre con una pistola vino al edificio y mató a su jefe antes de pegarse un tiro. Supongo que por algo están paranoicos.

Arriba, lo entiendes todo. Es la propia cima del mundo, el espectáculo de la maquinaria viva que sólo se le permite a muy pocos en esta ciudad. Nueva York se abre como una orquídea y todos miran, con cierta reverencia, y señalan los emblemas que pueden reconocer. Oyes a alguien decir que la primera vez que subió el edificio MetLife era todavía la sede de Pan Am y alguien más señala los edificios de Trump frente al río. Los niños se pelean los telescopios de monedas.

Cuando bajas, a pesar de la tienda de regalos que empaña un poco el esplendor con esas cursilerías muy propias de los estadounidenses como peluches vestidos de ascensoristas y bolas de nieve con la Estatua de la Libertad, te sientes diferente. Te sientes privilegiado. ¿Es Nueva York un privilegio?

 

WTC

Photo Credits: Anthony Quintano

Mi padre estaba en Nueva York en ese momento y me dijo como él había corrido a través de las calles con el gentío y se refugiaron en una iglesia cercana compartiendo comida, ayudándose mutuamente en solidaridad.

Cuando nos aproximamos al homenaje, que quedaba en un sótano de la entonces inconclusa Freedom Tower, se sintió ofendido cuando vio que costaba 20 dólares entrar para honrar a los amigos y conocidos que perdió ese día.

La tragedia como curiosidad.

 

Met

Photo Credits: Travis Wise

Mi principal recuerdo del Museo Metropolitano es durante mi primera visita. Estoy en un salón enorme, magnificado por su vacío, donde en el medio hay una especie de plataforma donde reposa una estructura egipcia de miles de años de antigüedad. Algo en mí se siente profundamente agradecido por estar allí, admirando una estatua de Mercurio en una esquina de la planta baja, una alfombra persa en el primer piso, espadas italianas y armaduras germánicas en el ala central.

De resumir Nueva York en una filosofía sería lo que vi en El Met. Los tesoros del mundo, lo más asombroso que las personas han podido moldear de la naturaleza, la más precisa definición de civilización resumida en un lugar, en un maravilloso instante. Una amiga historiadora considera errada esta idea, dice que las pirámides pertenecen a Egipto, las columnas a Roma y las esculturas de marfil a África. Que sin su gente y sin su cultura son piezas imperfectas, estériles, incompletas.

Yo le digo que es como un arca. Un santuario donde por siempre estarán a salvo del olvido. Ella, escéptica, me pregunta qué pasará cuando ya no sea un santuario. Cuando todo caiga. Yo, preocupado, no sé responder.

 

Rockefeller Center

Photo Credits: Elisa G Schneider

Una vez que pasas el circo artificioso de Times Square te topas con algo excelso, monumental. Cada ciudad tiene un corazón, un conjunto de cuadras y edificaciones que resume su alma, y sólo queda sentirse pequeño ante su esplendor, su gloria, su Acrópolis.

Edificios de hormigón, acero, y cristal se adornan con columnas, estatuas de inspiración grecorromana y murales inmensos y sabes que aquí no sólo convergen las naciones sino los tiempos.

 

MoMA

Photo Credits: jon rubin

Viernes en la tarde. En la planta alta exhiben la obra de un surrealista belga con una obsesión con los moluscos y por las escaleras hacen un performance donde personas se retuercen escaleras abajo por horas y horas. Veinteañeros y turistas se toman selfies con cuadros de Warhol y Pollock; ven el arte pero no lo admiran.

Recuerdos de una visita pasada: Tanto el Empire State Building como el Rockefeller Center ofrecen la oportunidad a los visitantes de fotografiarse en una pantalla de fondo azul con la fachada del propio edificio donde están parados, por 20 dólares. Lo que importa es el ícono, no lo que significa. Esta es una ciudad de íconos, hasta lo arbitrario parece estudiado.

En la plaza lateral hace frío del que no es ni de invierno ni de primavera, pero eso no detiene a un grupo variado a sentarse y dibujar ante el apagado sol de la tarde. Dibujan las estatuas, las sillas, las personas. ¿Si me muevo les arruino el trazo?

En el sótano hay una exhibición de sombras chinescas, ilusiones ópticas y una película de los Hermanos Fleischer. Bajan dos hombres; decir que andan vestidos de traje y corbata es quedarse corto. Kentucky Derby, es lo primero que viene a la mente. Parecen la interpretación de comiquita de un profesor de Harvard, Yale o Princeton. Algo tan excelso que sólo puede ser artificial.

Mientras ellos bajan, dos guardias suben. Aquellos uniformados de a pie son tan parte del museo como Salvador Dalí o Georgia O’Keeffe. Se quejan en un español muy caribeño sobre las horas del museo. Los dos pares de hombres se pasan de lado en las escaleras sin mirarse, son de mundos diferentes. Les pregunto a los guardias en español si las ocho horas son fastidiosas y se echan a reír. ¡Fastidiosísimas! La metrópolis, resumida.

 

Central Park

Jose eduardo gonzalez
Photo Credits: Ralph Hockens

Cada diciembre le pedía al Niño Jesús nieve. Quería esa navidad que me enseñó la televisión por cable con chimeneas, calcetas y nieve. Tuve un bate de béisbol, un pueblo vaquero marca Fisher-Price, un Nintendo 64 con Mario Kart, un libro de la Taschen sobre cine pero nunca llegó la nieve.

Cuando era niño no quería ir a Mérida porque pensaba que estaba siempre cubierto de nieve. Quería que la primera vez que viera la nieve fuera con mi papá. Mi papá vivía en el norte. Mi papá era El Norte. Finalmente fui a Mérida y vi en la cima del Pico Espejo un pequeño cúmulo de escarcha que los turistas se pasaban para tomarse fotos lanzando la bola de nieve a la cámara.

La primera vez que vi nieve fue en Central Park y la promesa de Mi pobre angelito 2 se cumplió, a pesar de que no era diciembre sino marzo y fue –hasta donde yo sé– la última nevada del año. Nieve sobre la grama hasta donde más no poder, árboles arropados de blanco donde niños se refugiaban para lanzarse bolas de nieve, cocheros con sombrero de copa al más encantador estilo Disney –y cobrando estilo Disney, 50 dólares el paseo–. Como Eleanor Rigby, vives en un sueño.

 

Central Park South y Columbus Circle

Jose eduardo gonzalez
Photo Credits: Charley Lhasa

La visita obligada a la trinidad ecuestre de Bolívar, Martí y San Martin donde la Sexta Avenida –llamada Avenida de las Américas por los mapas y comentaristas de Telemundo– desemboca en Central Park South. Como buen hijo de una república bolivariana, en lo histórico, más no lo político, no puede faltar una foto a los pies de la estatua de Bolívar cortesía de un cochero de Central Park desocupado y justo al lado del escudo de mi país. Fue la primera estatua. Al general argentino y el revolucionario cubano los agregaron después.

El frío no permite sacar más fotos y buscas refugio. Cruzas a la otra acera, frente al parque, y ves un local con el presuntuoso nombre de “Whiskey bar”. Adentro se ven luces y calor y la promesa de un buen rato pero cuando intentas abrir la puerta te das cuenta que está cerrada.

Una estafa. ¿Quién haría algo así? Das la vuelta y un nombre, corto y germánico como una orden militar, retumba en la fachada ¡Trump! Y se va repitiendo a lo largo de la acera, frente al parque, como un grito rabioso. ¡Joyería Trump! ¡Apartamentos Trump! ¡Boutique Trump! ¡Trump!

Al llegar a la encogida estatua de Colón, ves hacia arriba y te preguntas como se satisface el hambre de un hombre desmedido.

 

MTA

Jose eduardo gonzalez
Photo Credits: m01229

Una madre pálida con los brazos llenos de tatuajes y la cara llena de piercings con un bebé en un coche y dos niños pequeños, la mayor, que no debe superar los 10 años, cuenta datos que leyó sobre accidentes aéreos con una calma espeluznante.

Un señor con traje y corbata habla bromeando con un joven con un traje y una corbata exactamente igual. Hay ciertos gestos en el joven que delatan cierto interés lisonjero. Con esa actitud tendrá esa oficina con vista a Central Park antes que cumpla treinta.

Una enfermera afroamericana lee un libro de autoayuda. Vive en Queens, trabaja en Harlem, recorre la ciudad todos los días sin verla. No ha puesto un pie en Manhattan en tres años.

Una muchacha hindú con cara ansiosa, nerviosa, pregunta si este es el cruce para el Tren L. Le responden que no, el tren sigue y apenas se para en la siguiente estación pregunta si este es el cruce para el Tren L.

Una anciana asiática no habla con nadie, no mira a nadie, no se acerca a nadie.

Un grupo de mochileros italianos bromean, hablan y dejan caer nombres de la ciudad que han visto en el cine. Brooklyn, Manhattan, Woody Allen, Spike Lee, Scorsese, De Niro…

Un mexicano con una gorra de los Mets llora y murmulla en un doloroso español. No tiene con quien compartir su dolor.

Un joven con cara de aburrido, con cara de aspirante a Philip Seymour Hoffman, lee La broma infinita de David Foster Wallace con aire imperturbable interrumpido por el ocasional bostezo, como si fuera el único habitante del mundo.

Un señor mayor gordo y bonachón y vestido de verde de pies a cabeza el día después de San Patricio mira al piso, arrepentido.

Un muchacho vestido como Ziggy Stardust regresa a casa a la una de la mañana y mira hacia afuera, hacia la oscuridad perpetua, esperando algo.

Un indigente duerme en una esquina. Todos fingen no verlo.

Si el metro es la principal arteria de Nueva York su sangre es esta gente.


Photo Credits: Diego Torres Silvestre

Hey you,
¿nos brindas un café?