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Novelista ensangrentado

La obra maestra de Fuentes es un ladrillo faraónico, tan pesado en las manos como denso de leer y con los mismo tonos ocres de la sangre seca en la edición de Alfaguara. A veces la coincidencias se dan y los escépticos se quedan mudos porque celebramos las bodas de rubí, la piedra de sangre, del otorgamiento del Premio Rómulo Gallegos a Terra Nostra, la tercera ganadora después de Vargas Llosa y García Márquez.

Ahora, la sangre que tiñe al mineral del cuarenta aniversario como las láminas de pasta blanda son la coagulación de la batalla del creador y su texto, que recuerda al pasaje en 2666 de Bolaño. No es una obra perfecta justamente porque es larga: la perfección estará en Bartelby, en Aura quizás, no en este texto en que el narrador acaba ensangrentado, jadeante, pero cuyas páginas imperfectas logran lo monumental. Digamos que si un libro quiere ser como una montaña –permitiéndonos una metáfora algo torpe-, tiene que tener sima y cima.

Es la enciclopedia de Diderot o el terrario personal que descansa junto al tintero en el escritorio del antropólogo, que contiene las pesadillas medievales de Alfonso el Sabio y las parrafadas de Perec. Se divide en tres partes, el primer par es una distinción geográfica pero el último es más un postulado metafísico (El otro mundo) donde conviven el sueño, los mitos precortesianos, el Quijote que viene a ser todo el Siglo de Oro, quizás lo que vino antes y después: se dice a sí mismo burlador, pidió ayuda a Celestina para deshonrar a Dulcinea y terminó dejando la peor masacre –a lo Duque de Rivas- en el Toboso.

En este sentido, la novela que es la historia de Felipe II y todo lo que lo rodea (las colonias, Juana la loca, los herejes, el alcázar del Escorial) se puede condensar en esta tesis: Sumemos nuestro saber para transformar este lugar en un espacio que verdaderamente los contenga todos y en un tiempo que realmente los viva todos… (.p 762)

Es curioso que para esta ambición borgeana, en vez de usar su proverbial brevedad, elija una novela de casi mil páginas. Puede que esa intención de abarcarlo todo sea lo que da la impresión de que la novela es, en realidad, la historia de la literatura, por lo que la joven novicia española, hija del Comendador de Calatrava, de repente escribe (adaptados para el Rey) los primeros versos de Primero sueño de Sor Juana, o un escribiente renacentista escribe las primeras líneas de La metamorfosis de Kafka, o la razón por la que casi cada capítulo empieza una nueva narración, una nueva voz, o es un personaje leyendo un manuscrito, como el que cuenta la historia de Tiberio, segundo emperador de Roma.

En todo caso, estas novelas titánicas se escriben sabiendo que un solo lector podría pasar la vida leyéndola, estudiándola y siempre fallando en abarcar todos sus matices sangrantes; que de forma consecuente nos deja un adagio como este:

Únicamente lo escrito es real. Las palabras se las lleva, como las trajo, el viento. Sólo lo escrito permanece. Solo creeré en mi vida si la leo. Sólo creeré en mi muerte si la leo. (p. 828)

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