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maria luisa
Photo by: David Nortes Martínez ©

NOVELAR LA VIDA, LA SUBSISTENCIA

Dedicado al profesor Víctor Bravo

Revisando el proceso creador me he preguntado, en relación con las tres novelas que he escrito y se han publicado, por qué las tres parten de un mismo detonante “el duelo”, y no de manera consciente, al menos en las dos primeras novelas, donde no se tenía consciencia de que la escritura partía de lo que se considera teóricamente la palabra duelo.

Me refiero a Habitantes de tiempo subterráneo (Pomaire, Caracas, 1990) y Tantos Juanes o la venganza de la Sota (Planeta, Caracas, 1993). En la primera, comenzada a los 18 años, el duelo es resultante de la muerte de la madre y el padre, siendo los dos muy jóvenes. A lo que se le suma el duelo de quedar en un desamparo físico y de hogar. Esta primera novela la concluí a los 35 años. La segunda, la comencé a los 38 años concluyéndola dos años después. En esta, sin un propósito previo, el duelo fue sobre la pareja, necesidad inconsciente de desvalorizar a los “Tantos juanes” anodinos.

La tercera novela Talitha Cumi levántate y anda (De Sur a Sur, Almería, España, 2020), comenzada a principios de 1992 y concluida en el 2018, en un lapso de escritura lenta, lentísima y de duelo consciente como necesidad de expresar, liberar y cerrar, pero sin desatender la noción del norte literario como prioritario; aún la liberación emocional afectiva que necesitó 26 años. Sobre esta novela, cuyo detonante es la muerte del hijo de diecisiete años, me detendré más adelante.

Aún como lectora voraz de tantos libros, tantos autores, no tenía noción de lo que realmente significaba la palabra duelo; tal vez solo una idea fugaz o inconsciente que todos intuimos y que tememos; ese hurgar de sensaciones que alteren la posible paz que siempre anhelamos.

Sin duda, era muy joven cuando comencé a escribir los fragmentos de la primera novela Habitantes de tiempo subterráneo, fragmentos de dos, tres o cuatro páginas, algunas más, que iba escribiendo a medio camino entre poesía y narrativa, sin comprender que eran producto de un duelo largo. A las muertes se agrega también el desamparo existencial por vivencias intensas. Si bien eran tantas las consternaciones, también había una conciencia de lectora consumada, que leía a muchos autores buscando la guía hacia una posible impecabilidad en la forma en que narraba, de la que no me sentía totalmente segura porque entendí que la escritura era, es, una búsqueda continua, permanente, y de la que no se está victorioso jamás. Por ello decidí jugar con el proceso narrativo, sin saber aún que se trataba de un duelo, colocando las páginas de duelo en el centro de la novela como una “almendra” si me lo permiten. Y, al comienzo y final la cáscara, el instinto literario, si es posible este término, con un personaje que me inventé Doña Elisa (y su audición de amor), que solo aparece justo al empezar la novela y luego al final. Como si la novela fuera una almendra que en su centro expresa un duelo y en su cáscara expresa otra historia que perfectamente enlaza con otra historia, pero de manera lúdica. Tanto fue así que cuando el director de la Editorial Pomaire comenzó a leer la novela, para ver si la publicaba, me dijo muy preocupado que no entendía por qué Doña Elisa no volvía a aparecer en el desarrollo de la novela. Yo le dije, que siguiera leyendo que al final retornaría el personaje. Supongo que respiró y la siguió leyendo, porque terminó publicándola.

Por esos fragmentos de novela, incomprensible a mi corta edad, decidí estudiar Letras, quería tener conocimientos que me permitieran entender lo que estaba escribiendo. Yo venía de una carrera del área científica (Bioanálisis), necesitaba ese otro conocimiento, tanto que abandoné la primera carrera. Siempre amé las ciencias tanto como las humanidades. En ese entonces, trabajaba en la Facultad de Medicina como profesora de la cátedra de Histología, donde logré mi primer ascenso como profesora Asistente, con una investigación que nada tiene que ver con la literatura (Efecto de los glucocorticoides sobre la ovulación y la LH en plasma, 1975), realizada en el Departamento de Fisiopatología y dirigida por el doctor, Walter Bishop. Mientras tanto, de a poco iba estudiando Letras, a escondidas casi, en la Facultad de Humanidades y Educación, para que esos fantasmas de Habitantes de tiempo subterráneo pudieran tener un sustrato literario que me ayudara a trasvasar las emociones, palabras, frases e ideas, en vestimentas estéticas.

Así que, ese proceso de duelo, de reacción emocional vivencial, de pérdida, no solo por muerte, también por separaciones, alejamientos, cambios repentinos, se iba diluyendo, aunque seguían manifestándose en tristeza, congoja por la pérdida más dolorosa, la de la familia, lo que generó procesos psicológicos, biológicos y sociales.

Muchos años después entendí que la elaboración del duelo conlleva una serie de procesos psicológicos, que comienzan con la pérdida y terminan con la aceptación de la nueva realidad; entendiendo las bondades de la trasmutación emocional efectiva desde lo psicológicamente sano como parte natural de la vida. Comprendí que de este entendimiento depende la elaboración del duelo y que se considera un logro cuando se es capaz de mirar hacia el pasado recordando en armonía la historia de dolor y pérdidas.

Sin duda que esa fase inicial del duelo de “aflicción aguda”, de estupor, conlleva a estados y palabras aparentemente desajustadas y de angustia. Lo comprendí releyendo la primera edición de Habitantes de tiempo subterráneo, cargada de palabras, casi de desvalorización de mis “personajes consanguíneos”, sin entender que, para no extrañarlos, los minimizaba en circunstancias anodinas. Asunto que, confieso, limpié en la tercera edición.

De la desvalorización, sin duda viene “la fase de queja”, para después pasar a la “desesperanza” que es posiblemente la parte que frena el hacer, el seguir adelante con nuevos proyectos. No obstante, el trabajo literario, el cuidado de la expresión de ese mundo real que necesitamos enmarañar para hacerlo literatura, fue el medicamento efectivo para llevarlo a la siguiente fase que era compartirlo con otros lectores. Esto permitió esa última posible fase, la de “reconstrucción”, que es cuando se afronta y se reorganiza literariamente el duelo. Creo que la recuperación de la autoestima, a través de la aceptación, permitió la decisión de reescribir algunos pequeños párrafos con un sentido positivo y creativo. Entre 1967 y 2021 han transcurrido cincuenta y cuatro años y tres duelos; lográndose la tercera edición de esta primera novela Habitantes de tiempo subterráneo.

En la segunda novela Tantos Juanes o la venganza de la Sota, ya el título lleva inserta la posibilidad de salida de algún duelo a través de la venganza, que es considerada una de las características del duelo, no la ideal, por supuesto.

Confieso que no planifico en un papel mis escritos, siento que me llegan ideas, palabras, frases, que respeto porque intuyo que hay un sustrato psicológico que trabaja por mí y me va dictando. Así comenzó esta segunda novela, no me siento autora sino intermediara, parte física que debe anotar fielmente lo que ese otro yo va dictando. Mi idea era escribir una novela de una mujer muy activa, y con muchos éxitos en la vida, pero que no le interesaba el sexo, no era su prioridad. Dispuse una libreta y un lapicero. ¡Santo Cristo!, me dije a mí misma cuando terminé de escribir el primer párrafo de esta novela, cargado de sexualidad: “Es una cuestión de rostros, Juan, por eso el desamor, el rechazo. Me llenas sexualmente, me colman tus manos en su eterno viaje por mi cuerpo, mis extrañas. Pero tu rostro, Juan, no es… Hay aserrín, demasiado aserrín en lo profundo del verbo”.

Al leer con atención lo que había escrito, un texto sexual, de queja y reproche… dudé si lo dejaba, pero lo vi tan perfecto como escritura literaria que lo dejé y seguí escribiendo. Y de pronto una muerte, un policía y una periodista investigando el caso de la muerte de una mujer joven, con un papelito de queja entre sus senos. Indagando sobre esta joven mujer se descubre que es una pintora, casada con un hombre impotente al que ama profundamente y fue ella la que quiso casarse con él, por su alma, su ser. Se llamaba Juan, pero no podía ser el Juan del papel, ¿o sí? Al final de esta novela, de casi 200 páginas, que tiene más de tres posibles lecturas, hay una frase muy pequeña donde alguien, de las tantas voces, dice: “Perdóname Juan, sé, cómo no saberlo. No eres íncubo, loco, luna, torre invertida, muerte, caballo de espadas. No tienes aserrín en el empalme del intelecto. Ni eres tantos, ni cucho. Ni tu carro de vida está empeñado en la impotencia. Es la venganza de la Sota que nunca más ha dormido”.

Años después entendí que esta “Venganza de la Sota” hacia los varones, desvalorizándolos impotentes y frívolos, era otra forma de duelo por ausencia de alma, tal vez, o por esa exigencia de perfección que se anhela.

En medio de varios libros de narrativa breve, de poesía, y libros infantojuveniles, detonó otro duelo con la claridad de lo que significa perder la vitalidad de seguir escribiendo.

El profesor Víctor Bravo, a quien le agradeceré siempre el nacimiento de la tercera novela Talitha Cumi levántate y anda (De Sur a Sur, España, 2020) me dijo, en medio de la obnubilación emocional, a pocos días del acontecimiento trágico: “Escribe, escribe algo”.

A los dos meses comencé otra historia, delirante en fragmentos como las dos primeras, sin planificar el comienzo ni posible cierre. Escribí, escribí, sobre una mujer, científica, que quiere reproducir un hígado para la hija de Víctor Monsalve, empleado del laboratorio de Histología de la Facultad de Medicina donde trabajé ocho años. Su hija nació con el hígado disfuncional, a partir de ese hecho real, comencé a novelar varias historias; fue mi primer impulso. No sabía cómo, pero igual que en las otras novelas, en el camino fueron llegando ideas, historias y voces. Y como telarañas, en abundancia, las ideas me empujaron a seguir contando no sé qué, que quería nacer; dándole larga al eje central, que era el impulso de contar otra muerte y su impacto vivencial.

Muchos años después de desarrollar imaginariamente células para formar el hígado de la hija de Monsalve, llegaron las imágenes, las palabras y la ubicación (en primera plana, primera página) de lo casi último que escribí y que me obligó a reescribí toda la historia. Lo acontecido pudo ser descrito poéticamente con el desgarro que, en tantos años de leer y releer para corregir, limpiar, ampliar, se fue volviendo literatura, simplemente literatura. Entonces comprendí que escribir sana, y más cuando se va cuidando el lenguaje; hay un trabajo literario que no se puede descuidar, aún el padecimiento humano. Curiosamente esta novela está dedicada: “Al olvido, con su borrar y sus historias nuevas”.

En esos primeros escarceos comencé a contar de una doctora que quiere hacer un hígado “in vitro” para trasplantarlo dentro del cuerpo de una niña que lo necesitaba. Este tema o desiderátum andaba en mi cabeza desde que tenía 23 años, mucho antes de que se comenzara a hacerse público y notorio el tema de reproducción de células y en especial la formación de tejidos y órganos.

A los 42 años (1992) comencé a escribir la novela Talitha Cumi levántate y anda, no obstante, no pude cerrarla sino 27 años después (2019). Siendo lectora, estudiosa de las letras, profesora insistente en el orden matemático de las letras y sus sintagmas nominales y verbales, con sus complementos circunstanciales de modo, tiempo, lugar, causa, cantidad, finalidad; es decir, con sus adverbios y sus sintagmas adverbiales, no podía escribir cualquier cosa para simplemente drenar un dolor que no tiene nombre. Nadie ha podido crear un nombre para una madre o un padre que han perdido un hijo. No somos viudos, ni somos huérfanos; ni siquiera desamparados, porque somos adultos que dependemos de nosotros mismos, al menos en el común de la normalidad.

En esos primeros escarceos en que me documenté sobre la reproducción de células era muy poco lo que conseguía, diez años después retomé el tema y ya había más información que me permitiría rasgos de verosimilitud.

Desde un comienzo, en medio del proceso de escritura, sentí saltar una “voz” en diálogos perfectamente coherentes dentro del tema duelo. Voz que indaga y dirige acciones. Dudé de su pertinencia, pero sentí que debía dejarla como parte de un posible desvarío emocional, o como personaje voz, dirigiendo procesos mentales.

En esos años no intuí que esa voz sería un otro yo, personaje dialéctico en otro de mis libros Eulinda mimisma, que casi treinta años después, de manera también inconsciente, esa voz tomaría la forma no carnal de Eulinda, personaje de los últimos relatos breves que comencé a principios de 2021 y que en la actualidad van cerca de 300 textos del libro inédito. Eulinda posible doble cuántico, estudiado por Jean-Pierre Garnier Malet y su esposa, en diversos libros, especialmente en El doble ¿cómo funciona? Libro que consulté a raíz de documentarme sobre mi tendencia instintiva de asumir voces en Talitha Cumi y luego en el libro inédito Eulinda mimisma, como esta breve narración que presento como ejemplo:

       El don de sentir ausentes

—La noche fue cayendo como un manto entre luces de neón, Eulinda.

—¿Ya no tienes miedo a la oscuridad?

—No, porque me llegó un don.

—¿Don Filiberto?

—No, chica, el don de sentir a personas ausentes.

—¡Mosca con sentir a personas muertas rondándote!

—No, son personas vivas, pero en cuerpo astral.

—¿Y hablan?

—No, solo nos miramos y sentimos.

—Pon atención si te tocan un brazo, o una pierna.

—No, porque yo tampoco tengo brazo ni pierna.

—¿Y entonces?

—Como tú y yo que nos hablamos sin tocarnos.

En la novela Talitha Cumi levántate y anda esa presencia del doble cuántico se inició con el proceso de duelo, voz con la que Marianna de Jesús, personaje madre, discutía constantemente hasta aceptar que esa voz tenía informaciones transcendentes que ella desconocía. Desde esa voz se fue armando la historia novelesca entre fragmentos de lo real y fragmentos de invención, como una forma de locura creativa que distraía su dolor.

No obstante, la parte más difícil de narrar fue la descripción del nudo gordiano de la novela: la muerte del hijo. Lo que se logró, fortalecido desde lo literario, rehaciendo el comienzo de la novela con fragmentos de narración en tercera persona y fragmentos de la madre que distiende la aceptación de la muerte:

“Ella recuerda que, ese martes, su hijo Cristian Goldmundo, de 17 años, regresó del liceo con un solo zapato, una sola media llena de barro, igual el pantalón; como si lo hubieran arrastrado desde una carreta tirada por caballos salvajes.

La camisa desgarrada, el cráneo con caminos rojos de su cuero cabelludo al pecho, la espalda, las piernas. Desde entonces mi Cristian está ahí en la habitación, con ese autismo en el cuerpo, en los ojos, en la lengua. Sus manos hacen dibujos alfanuméricos, trazos armónicos en cuadernos que hay que tenerle puntual antes de que sienta que no estoy atenta a sus necesidades inmanifiestas.

Lo que Marianna De Jesús no tenía preciso, al parecer, era si la mirada –con la que vio llegar a su hijo– apuntaba a la izquierda o a la derecha del desconcierto; retentiva o instauración, exactitud o quimera, se le entremezclan sin que pueda delimitar sus espacios” (pág. 12).

Estos fragmentos detonantes de la historia y que, por razones literarias debían ir al principio de la novela, confieso que fue casi lo último que escribí. Fue la parte más difícil de narrar, no obstante, me convencí de que las tragedias difíciles de vivir se enaltecían desde lo literario y para toda la vida.

A partir de este comienzo retomé de nuevo la historia y la volví a trabajar desde distintos puntos de vista, el duelo, la científica que se empeña en hacer un hígado para salvar a una niña, la voz que se hace una y otras, dirigiendo la historia desde unos diálogos con un alguien que parece conocerla introspectivamente, algunas veces en su interioridad, otras veces pareciera ser la del hijo o la de un algo que la va sosteniendo emocionalmente. También    en la soledad ella dialoga profundamente con personajes, llega a acuerdos con el esposo, que dejan dudas de su existencia, porque al final hay un epígrafe que parece decir algo más: “¡Joseph, Joseph!, como que tampoco tú escuchas el ladrar de los perros, como Cristian”.

No obstante, hay un elemento muy interesante de salida o resurrección cuando el esposo la levanta del suelo donde ha transcurrido parte de la historia:

“Joseph toca el pomo de la puerta, abre con suavidad, entra como pisando nubes vacías de lluvia, toca a Marianna amorosamente en el hombro derecho y le dice:

—¡Ven, levántate! –extendiendo sus dos manos para alzarla del piso de parqué donde yacía sentada, inerte.

Marianna lo mira entusiasmada, como si regresara de un largo viaje.

—¡Joseph!, eso mismo me acaba de decir la voz: ¡Tlyta qum! Pero, si voy contigo algo se va a descoser de mí…

—Todos los días, instante a instante muere algo en nosotros, en nuestro entorno vivo. Es el devenir. Nacimiento y muerte van de la mano. Es nuestro acontecer –le insiste Joseph mientras la ayuda a ponerse en pie.

Caminan muy juntos, brazo con brazo, hacia la habitación de Cristian. Frente a la puerta, abriéndola, Joseph le dice:

—Es hora de que entres. Tienes que aceptar que lo enterramos hace cinco días (pág. 141).

Más adelante, luego de la aceptación, Marianna de Jesús, se atrinchera en la cocina, como otra forma de piso de parqué, diciéndole a su esposo:

—Joseph, ¿la cocina es como Martín Zerpa (el psicólogo), cierto?

—Sí y no. La cocina es lo mejor que nos puede suceder. Nos abriga en las desesperanzas, en especial para aterrizar la mente de las acrobacias sin retorno. El estómago es más terrenal, pisa con seguridad los espacios de la subsistencia. Es hora de que empieces a desempolvar una que otra expectativa moviéndote a un día siguiente con la orden de un nuevo hacer.

—Joseph, te confieso que me atrae la idea de quedarme anclada en la cocina, sacándole brillo a las ollas; como si fuera otra superficie de parqué. He sido tan eficiente en la cocina. Me hubiera gustado hacer algo más trascendente, más efectivo hacia la humanidad” (pág. 145).

Del piso de parqué, Marianna se ancla a la cocina, como si de un duelo pasa a otro duelo, el de la soledad, aunque pareciera que se va alargando a otro más, el del tiempo que va transcurriendo con la edad.

Tal vez lo más efectivo, para la humanidad, pudo haber sido el que ella, como personaje principal hubiese podido reproducir células hepáticas para hacerle un hígado a la hija de Monsalve. Lo que nos hace pensar que esa idealización científica fue un distractor necesario para aceptar la verdadera tragedia de la pérdida del hijo. Pareciera que este personaje madre, se dijera a sí misma, como un leitmotiv, que ese vivir ensoñando hacia afuera podría distraer el adentro cargado de demasiada realidad a transmutar.

Y nada más distractivo que hacerlo desde las idealizaciones de crear, inventar y producir un hígado para alguien que lo necesite para vivir, más si es un hijo.


Photo by: David Nortes Martínez ©

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