Otto Tausk nos daba la bienvenida ese día. Los asistentes entraban al recinto del Commodore Ballroom con interés, absorbiendo todo lo que pudiesen ver entre las luces débiles de los bombillos. Las barras de los bares estaban ya abiertas y las primeras cervezas y cocteles se servían entre los ruidos de conversaciones, hielos chocando contra el vidrio de los vasos y uno que otro violín afinándose. Otto, el conductor de la orquesta sinfónica de Vancouver, se encontraba de pie en la pequeña tarima central sonriendo y apreciando cómo cada integrante de la orquesta tomaba su lugar en el recinto. La orquesta sinfónica tomaba el Commodore Ballroom, un recinto acostumbrado a toques de rock y música alternativa. Alrededor de la tarima central habían sillas esperando a los asistentes del pequeño e innovador concierto. Nosotros pronto entendimos que nos sentaríamos alrededor de la tarima y entre los violinistas, los trompetistas, los oboístas y demás miembros de la sinfónica. Una vez estuvimos todos sentados, el señor Tausk dio unas palabras de bienvenida y seguidamente los músicos dieron vida a la quinta sinfonía de Beethoven. Fue una experiencia inolvidable, no solamente por la distribución de los músicos en el recinto y nuestra posición relativa a ellos, sino porque esa sería la última vez que sería posible para la orquesta sinfónica dar un concierto al público en vivo. Tres días después de que la orquesta sinfónica tocara la quinta sinfonía de Beethoven en el Commodore Ballroom, los gobiernos del mundo decidieron actuar contra el virus COVID-19 e imponer medidas de aislamiento social de manera permanente.
El viernes 13 de marzo fue la última vez que hice el trayecto de mi casa hacia la oficina. Normalmente debo caminar unas cuantas cuadras hacia el sur para encontrarme con el autobús que me deja en el centro de Vancouver. Ese día ya algunas personas comenzaban a usar máscaras y guantes para tomar el transporte público, pero todavía se veía como una medida extrema causada por la paranoia. En Vancouver habían muy pocos casos positivos y nadie había muerto a causa del virus. El problema todavía no era nuestro, sino de Europa y Asia. Al llegar al centro, vi que la vida seguía igual, a pesar de las noticias que predicaban el comienzo de una pandemia a nivel mundial. Personas vestidas con trajes llevaban el caminar apurado, porque el tiempo nunca es suficiente cuando se lleva una corbata puesta y los coders ya empezaban a tomar sus mesas de trabajo en los cafés de la ciudad. El martillar de la maquinaria pesada de construcción causaba los interminables ecos que forman parte de la cacofonía de la vida urbana y el Starbucks de la estación Waterfront mostraba la cola de clientes habituales esperando por un latte o quién sabe qué.
En la oficina el ambiente era una mezcla de miedo y confusión. Se habían escuchado noticias de que otras compañías habían pedido a sus empleados quedarse en la casa hasta que la situación fuese más clara. El gobierno había recomendado lo mismo y había pedido a los nacionales que estaban de vacaciones en otras tierras que regresasen tan pronto fuese posible. En Italia miles de personas se veían infectadas por el virus y morían sin tratamiento exponiendo la impotencia de nuestros sistemas de salud ¿Por qué estábamos exponiéndonos de esta manera en la oficina, cuando el mundo ya se comenzaba a encerrar contra la peste? Entre la confusión y el exceso de información poco relevante, opté por dejar la oficina e ir a cortarme el cabello. Ya había arreglado la cita en la barbaría y cancelar implicaba una penalidad monetaria. En mi confusión y a la expectativa de información más clara, razoné que si la barbería estaba abierta sería porque ellos mismos habían determinado que el riesgo de contagio era todavía bajo.
– Have you seen the news? This is crazy, man.
– I´m surprised you are working. I didn´t know what to expect.
– Yeah… We had a chat today before opening and decided that today will be the last day we open the shop. Let’s see what happens during the weekend!
– My office is also trying to figure it out. But hey, at least it is a sunny today. I’m glad the rain finally stopped.
Ese fue el último corte de cabello que tuve antes de que todos los negocios de Vancouver cerraran sus puertas siguiendo las recomendaciones del distanciamiento social dadas por el gobierno federal y regional. El mundo comenzaba a cambiar y tardábamos en darnos cuenta de la situación. Pocos pueden decir que a comienzos de marzo ya podían entender el alcance y las consecuencias que el virus tendría en la economía, en los índices de la violencia de género y la salud emocional de muchos. Aunque hoy en día ya sabemos que los volúmenes de compras de papel higiénico pueden ser tomadas como pruebas objetivas del advenimiento del apocalipsis. Lo que me hace preguntar: ¿Desde cuando usamos papel higiénico? Una búsqueda rápida en internet confirma que no fue hasta 1857 que el papel higiénico apareció en el mercado como un producto innovador. Es espeluznante pensar lo que el mundo occidental hacía antes de 1857 para deshacerse de los residuos fecales o para sonar las alarmas antes del advenimiento del caos.
He estado aislado en mi hogar desde el 14 de marzo. El trabajo sigue su rumbo y he tenido que enfrentar muchos retos en pocos días. Hustle, hustle, hustle. El mundo laboral pocas veces se adapta a nuestro estado emocional. Sin embargo, es el ámbito humano lo que más concierne este escrito, porque es por medio del desarrollo de nuevas rutinas que todos pretendemos conservar nuestra salud y lucidez. Quizás como muchos ávidos lectores, los primeros días de distanciamiento social causaron una gran euforia al comprender que la ralentización del mundo nos permitiría leer los libros que compramos en exceso y ahora yacen en las esquinas de nuestros hogares esperando que les quitemos el polvo.
– What are you going to do these days?
– Well, you know, I have some books I´ve been meaning to read.
– Oh, that´s cool. What are you reading right now?
– A Latin American novel. One of those sad books about how sad we are as a people and how there is always a dictator stealing our wealth.
– Yeah, I get it. Have you watched the new show on Netflix called Tiger King?
Mientras el mundo se adaptaba a las primeras semanas de una pandemia que amenaza con destruir el sistema económico capitalista, al mismo tiempo comenzaba el reino del Tiger King. Este documental sirvió como hálito de esperanza para todos aquellos que pensábamos que nuestras vidas iban dirigidas hacia lo peor y nos sació nuestra necesidad de entretenimiento por unos días. Las conversaciones siempre giraban entorno a los pasos que tomaban los gobiernos para contrarrestar la pandemia y protegernos de una posible infección, la muerte de miles de personas en Europa y China, las compras nerviosas ya no solo de papel higiénico, sino de huevos, carne y productos no perecederos, así como también sobre el Tiger King y su reino de animales exóticos.
Durante esos días de ansiedad colectiva, sentarse a leer una obra con el respeto que merece era una tarea completamente imposible. La adrenalina y el instinto de supervivencia todavía dominaban mi cuerpo. La búsqueda de comida en Vancouver se volvió una tarea esencial rápidamente y las tiendas comenzaron a imponer restricciones en la cantidad de productos que una familia podía comprar, sin importarles que una bandejita de carne molida alcanza solo para un par de hamburguesas y tener una sola caja de pasta en la casa me hace sentir desnudo y desprotegido.
– ¡Epa, vecino! Voy saliendo para el mercado. ¿Necesitas algo?
– Avísame si consigues una harina, porque no consigo por ningún lado.
– Sí va. Está pendiente de tu WhatsApp.
Esa harina la pagaré con una birra una vez que todo vuelva a la normalidad. Así se han hecho muchas cosas aquí en la urbanización en la que vivo. Los niños salen acompañados de sus padres y armados con tizas de colores para pintar arco irises y corazones con mensajes nice. Al mismo tiempo, uno siempre pregunta por el trabajo y si necesitan algo, manteniendo dos metros de distancia, porque el gobierno ha confirmado que la saliva tiene un alcance de al menos 2 metros al hablar y los bancos han dado la oportunidad a muchos de diferir los pagos de hipoteca. La compañía de transporte público pierde millones de dólares cada semana y muchos comerciantes se han ido a la quiebra.
– Hi, Andrés. It is P. to tell you that you need to pick up your suit from our dry-cleaning store today.
– Sure. Sorry, I thought you were close.
– We will close permanently. The business has taken a hard hit and you need to pick up your stuff.
– Sorry to hear that. Can I come by tomorrow?
– No, it needs to be today. I don’t know if they will let me open tomorrow.
Una semana después, el viernes 20 de marzo, el sol calentaba como un día de verano. Los líderes de la provincia nos dijeron que caminar, hacer ejercicio y circular en bicicleta estaba permitido siempre y cuando observásemos las normas de distanciamiento social. Así que montamos nuestras bicicletas y fuimos a dar una vuelta. En los 20 kilómetros de recorrido, cruzamos por el centro. Las tiendas y restaurantes estaban cerrados y sus vidrieras habían sido cubiertas con láminas de madera. Las calles solo mostraban pocos transeúntes y nos cruzamos con una que otra bicicleta, pero el vacío era palpable. Las aceras estaban limpias. Los cafés estaban cerrados y si uno se acercaba lo suficiente a uno de ellos, podía leer en un papel pegado contra la lámina de madera que el cierre es indefinido para garantizar la salud y protección de todos los clientes y empleados. Ya no podía escuchar el sonido de las máquinas de construcción y en las paradas de autobús aún podía verse el anuncio promocionando la quinta sinfonía de Beethoven en el Commodore Ballroom con una foto de Otto Tausk sonriendo.
– For how long do you think everything will be this way?
– I don’t know, but I am glad I got a haircut.