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Miguel Rodríguez Otero

Nomeolvides

Se llamaba Cindy, creo, y Antoine se enamoró de ella como un idiota, pero no por pulsión sexual ni por pasión amorosa, y tampoco por la cosa de conexión espiritual. Lo de idiota es porque siempre tuvo pocas luces.

Ya desde la primera semana comenzó a enviarle flores a diario, y a pesar de los desplantes de ella al percatarse de que la idiotez de su enamorado era consustancial, no temporal ni añadida, él se mantenía firme en sus envíos florales. Pero nadie es inmune a las negativas reiteradas, y con el tiempo fue espaciando sus manifestaciones de amor a los aniversarios, y de ahí (dios sabrá cómo) pasó a ligar con la florista, que aguantaba sus insinuaciones por la solvencia del negocio. Después el idiota se olvidó, dejó de recordar por qué le enviaba flores a Jamie, o Jenny, o como se llamara, funcionaba por rutina, por automatismo de idiotez, como si los hábitos proporcionaran inteligencia o integridad, o al menos enmascararan la jilipollez; era algo suyo, sin más, como cuando se va al mercado a hacer la compra, es inevitable comer, comprar la fruta; y, en su caso, ser idiota. Se casó con ella pocos años más tarde, con la florista, que ya muy temprano comprendió que hay paranoias e historias de familia en las que es mejor no entrar, más que nada porque no hay salida. ‘Cosas suyas, no preguntemos por si acaso’, decidió pensar. Cada uno elige los olvidos que le definen en la vida. Sus hijos floristas tampoco hicieron preguntas, pero los nietos siempre son de otros mundos, y tan pronto descubrieron la excentricidad de su abuelo, le asaltaban con preguntas cuyas respuestas él ignoraba. Un día llegó a sus oídos que ella, Sandy, su novia, o sea, la que nunca fue su novia, se había muerto años atrás de un ataque alérgico masivo al sistema inmunitario: ‘…ah, pero cómo no me dijo nada, podía haberme dicho que se iba a morir o que se había muerto, le habría enviado unas flores y saludado a su familia,’ y entonces hizo lo único que sabía, encargó unas flores para una dirección indeterminada del cementerio, tal vez la primera cosa consciente que hizo en 50 años.

El marido de Cindy, la no-novia, la había asediado durante años acerca de las flores que le llegaban de vez en cuando. Después lo aceptó como quien da por supuesto que en invierno llueve, o que cada uno tenemos al menos un pasado. Al ver las flores del idiota en una visita al cementerio, comprendió que a veces la estupidez es más duradera que la muerte.

‘He oído que se ha muerto Jenny’.

‘¿Quién es Jenny, querido?’

Y como no lo recordaba, hizo un drama de una noticia terrible que ni le constaba ni le dolía.

‘Creo que siempre estuvo muerta’.

‘¿De quién hablas, querido?’

‘De Jamie, claro’.

‘Ah, ya, claro’.

Aquel día, en un alarde de infidelidad comenzó a llevarle flores a su esposa, la florista, la viva tal vez, la que siempre me gustó, la que pensé que era idiota. ¿Cómo se llamaba? Nunca me acuerdo de su nombre…

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