Hace ya mucho tiempo que la urbanización San Bernardino dejó de ser lo que era, o sea un lugar apetecible para una clase media alta en ascenso. Quien tuvo medios para ponerse a salvo de la avalancha del oeste que presiona aquí como en otras ciudades, se trasladó para alguna de las urbanizaciones del este de la ciudad.
Pero esto no quiere decir que el viejo encanto que San Bernardino tuvo como distrito habitacional se haya esfumado. Quedan en alguna de esas calles transversales, que ascienden hacia la llamada Cota Mil, mansiones en las que siguen viviendo viejos moradores o alguno de sus descendientes. En una de esas breves calles y en una de esas mansiones, a la que no llegaron a despojar los ladrones de sus cuadros, platería, antigüedades y porcelanas –traídas, en buena parte, de Holanda, de donde procedía el padre de Sylvia -vivió ella.
Conocí a Sylvia cuando tenía diez y ocho años y yo, siete más que ella. Estudiábamos la misma carrera y, en algún momento, nos reuníamos a preparar los exámenes en aquella mansión. Nunca menos de tres o cuatro, porque la madre no hubiera tolerado que alguno de nosotros lo hubiera hecho en solitario. Una sola vez me invitó a mí solo, naturalmente sabiendo de antemano que ese día no estaría presente su madre.
Pasamos al jardín y nos situamos en uno de esos cenadores, corrientes en las casas europeas que sirven aquí para organizar parrilladas y fiestas para niños.
Pero, ¿qué tenía esta chica para que su madre la celara, en lugar de dedicarse a cuidarla como se acostumbraba en la mayoría de las familias? Es difícil describir a Sylvia y, no por temor a caer en exageraciones, sino porque diciendo lo que era, nunca sea suficiente lo dicho. Me referiré a tres rasgos. En primer lugar, los ojos de un azul intenso y turbador a los que enmarcaba, en conjunto, una cabellera de un rubio natural esplendoroso. Alguien con mayor vena poética que la mía, hubiera hablado de hebras doradas como espigas, por ejemplo. La Y griega de su piernas como puerta de entrada a todo lo demás, era el segundo elemento que no era posible ignorar. Sólo un escultor del Renacimiento habría sido capaz de lograr una perfección de líneas como la de aquellas rodillas, tersas como la piel de una manzana, cuando las doblaba.
Esas eran las buenas cartas que la vida le había repartido; de las malas, ya hablaremos.
¿Era simpática Sylvia?
Era altiva, con dominio pleno de cualquier situación; seductora y sensual. A esto último es a lo que temía su madre, que vivía con terror de que, dado el ansia que su hija manifestaba por conocer y experimentarlo todo, fuera a aparecer un día en casa con un niño en la cuna antes de tener un marido en el lecho, de acuerdo a la expresión de Shakespeare.
Pues bien, venía diciendo que el día que me invitó a que estudiáramos los dos solos, se trataba de la asignatura de Estadística.
Lo que no me dijo, cuando me invitó, es que la madre, pena y tormento de Sylvia, no estaría dando vueltas como de costumbre, porque sencillamente se encontraba ausente. Desplegados los cuadernos de ejercicios, ya en el jardín, supe inmediatamente que su cacareada ignorancia sobre la materia que tratábamos de repasar para el examen, era fingida. Sylvia, que era buena estudiante, estaba al día en la materia, así que más que repasar, nos dedicamos a charlar de unas cosas y de otras.
Estuvo muy obsequiosa, ofreciéndome café, e incluso, una copa de jerez y dulces. Todo parecía pensado y que terminaría en lo que comenzaba yo a sospechar. Ir y venir con el café, con el jerez y con los dulces, la obligó a levantarse y sentarse con frecuencia. Estaba inquieta. Se levantaba y sentaba estudiadamente, de manera que yo tuviera un atisbo del indudable misterio que bordeaban sus medias negras al final de sus muslos. Y lo que durante ese breve atisbo podía contemplar el espectador, en que me convirtió aquella tarde, fue aquel bosquecillo del color de su cabellera que protegía aquellos sus otros labios divinamente abultados.
¿Me estaba demostrando que se encontraba lista para entrar en acción?
No llegué a dar ese paso preciso cuando debía, es decir, en el momento oportuno. Solamente, al final, cuando nos despedimos en medio de la sala, encarando la puerta de salida, y nos abrazamos. Al tratar de acercar mi boca a la suya, me apartó diciendo:
-Easy, boy.
Fueron esas dos palabras en inglés las que impidieron que, en aquel momento, lo que debió haber comenzado mucho antes, se llevara a cabo ahora. Pero era ya tarde. ¿Temió que por haber dejado correr el tiempo, pudiera sorprendernos su madre?
De modo que, fuera de las sugerencias a través de su desnudez interior, las cosas no fueron a mayores en esa oportunidad ni en ninguna otra. Ni por cuenta de los estudios, ni por otra razón volvimos a reunirnos a solas.
Después de la graduación, la vida nos empujó a cada cual por su lado, como suele acontecer. Alguna vez me eché en cara no haber cumplido el que debió ser el deseo de Sylvia aquel día tan cuidadosamente seleccionado en su calendario.
Sylvia se casó inmediatamente después de concluir la carrera. Se divorció. Vivió aquel matrimonio de una manera traumática, de tal forma que debió quedar con la impresión, por lo que vino después, de que el enemigo a vencer era el hombre, fuera quien fuera. Porque tan pronto como se vio libre la primera vez, comenzó a atraer a los hombres como si tuviera un imán, para terminar ahuyentándolos al poco tiempo, como si se tratara de enemigos vencidos, previamente humillados.
Fue lo que supe.
Un día, en uno de esos encuentros fortuitos, que reúnen en los congresos profesionales a especialistas y que funcionan como una feria de vanidades, volví a encontrarme con Sylvia. Hablé de sus muchos éxitos -sin especificar, si estos eran amorosos o de otra índole- e inmediatamente me espetó una frase que creo haber leído en Sartre : “Esas cosas no se pueden contar en detalle. Una victoria, relatada con detalles, es imposible distinguirla de una derrota”.
Creo que el miedo a que entrara yo a preguntar por los detalles tenía que ver con los casos de aquellos hombres por los que se dejó querer y que dejaron en su cuenta corriente abonos importantes, todo sea dicho sin ánimo de zaherir. Porque la elegancia a la que estaba sometido su tren de vida correspondía a unas exigencias que la convertían en una mujer costosísima. Eso la envolvía en un aire de misterio. Un misterio que comenzaba por un hecho muy simple, que nadie supiera si entraba o salía, ni por qué razones hacía lo que hacía y, por tanto, que no se supiera si estaba o no satisfecha con lo que de ella se exigía o con lo que ella exigía del amante de turno.
El misterio lo manejaba para cabalgar sobre cualquier compromiso. Porque ella lo que necesitaba era vivir libremente, con un par de hombres en la parrilla de salida, uno con el que decía tener negocios y el otro a quien hacía creer que era por él por quien latía su corazón, generando de esta manera más que celos, dudas, incertidumbre. Este fue el tercero de sus elementos caracterizadores, o sea la carta mala que le había repartido la vida.
A Sylvia el dinero, el mucho dinero de que ha dispuesto siempre, le ha servido para desarrollar un refinado sentido de la estética.
Un día recibí, sorpresivamente, una llamada de ella:
-Voy a casarme. Con un hombre de mundo -dijo –. Voy a intentar sentar cabeza. ¿A ti te parece bien que me conviene sentar cabeza?
Le recordé a modo de chanza aquellos versos de Antonio Machado: …era su monomanía/ pensar que pensar debía/ en asentar la cabeza/ y asentóla/ de una manera española/ que fue casarse..
-No estoy al tanto de lo que haces, Sylvia, ni siquiera de los pormenores en que ha venido a dar tu biografía, porque a mí, como escritor, lo que me interesan son los detalles por los que se definen los acontecimientos.
-A esta boda tienes que venir -me insistió-
-Haré lo posible.
– ¡Quiero que vengas, júrame que vas a venir!
-Bueno, mujer, iré, lo juro.
Y claro que fui. Fue una de las pocas veces que he salido de una fiesta a las seis de la mañana. Era como si, en lugar de una boda con aquel al que llamaba un hombre de mundo, hubiera hecho una fiesta para reencontrase con su amigos de otros tiempos, de los tiempos de la carrera. Hablé mucho con Sylvia aquella noche. Bebimos, contra mi costumbre, demasiadas copas. Bromeamos. En un momento en que yo bailaba con un morenita, que era la que cuidaba las cuentas de Sylvia en uno de los bancos -una chica con ganas de marcha, por lo demás- Sylvia, la novia, la espléndida novia de aquella noche, me arrancó de los brazos de la morenita, la puso en los brazos de quien era ya oficialmente su esposo, con la excusa de que quería concluir aquel baile conmigo, “si no te importa, claro”.
-Apriétame, dijo, y prácticamente me inmovilizó entre sus piernas. Mete la mano dentro de mi vestido.
Me contuve ante el ardor de su cuerpo y de lo que podía pasar si la gente comenzaba a darse cuenta de lo que estaba pasando.
Cuando concluyó la pieza, me suplicó: “No te vayas a marchar. Me has vuelto a incendiar como aquella vez en mi casa…-dijo entre dientes con una de sus sonrisas más tristes.
Absuelta ya la oscuridad de la noche, me abrazó y me susurró al oído, cuando inevitablemente tuve que despedirme de ella: “Te adoro”.
Creo que ambos estábamos bastante borrachos.
Dejé su casa aquella madrugada con la sensación, entre absurda e imposible, de que algún día debía pasar algo entre Sylvia – entre la Y griega de sus espléndidas piernas- y yo.
Se divorció del famoso hombre de mundo a los pocos meses y volvió a ser libre. Hizo negocios importantes, porque la época daba para ello. Perdió su tersura de siempre más rápidamente de lo previsto. Sufrió una enfermedad. Entró durante un buen tiempo en una zona gris en la que no dejó rastro alguno tras el cual indagar sobre su circunstancial peripecia vital.
¿El olvido por mi parte? Eso creí. Una página de un libro leído y pasado de moda.
Pero, como en la historia del cortesano, que tan magistralmente describe Azorín al comienzo de Una hora de España, uno que ya cree haberlo visto todo, uno que conoce secretos sumamente sensibles de otras gentes que nunca va a revelar por lealtad, y dentro del reparto de los propios errores, incluyendo el mayor de todos, es decir, el error geográfico de haberme asentado en esta ciudad sin saber a qué me arriesgaba -resulta que Sylvia se me convirtió de repente en una obsesión. ¿Fue mi inexperiencia en aquel primer encuentro con Sylvia a solas o una inexperiencia mutua la que me salvó del trauma en que ella hizo caer a tantos hombres? ¿O aquel primer encuentro, con todo lo que habría venido después, fue justamente lo contrario, es decir, lo que me salvó de todo ello a causa de aquel histórico titubeo de ambos?
Sea como fuere el asunto, la cosa es que una de estas tardes de sol cervantino en esta ciudad que se niega disolverse socialmente, me sentí impulsado a pasar por la que fue la antigua casa de Sylvia, en la urbanización de San Bernardino. Sigue intacta, con sus escalerillas entrevistas a través de la reja de hierro forjado que ya entonces tenía. Los dos únicos abrazos, el primero detrás de aquellas paredes y el otro en una de sus bodas, me hicieron recordar que mi apetito por Sylvia se ha conservado sin llegar a la saturación. No saturarse uno del otro es signo de buena amistad entre amigos. Y eso es lo que ha predominado entre Sylvia y yo a través del tiempo, dos seres compensadamente indecisos, a quienes el miedo de que el amor hubiera terminado por matar a la amistad mantuvo tan unidos en la distancia. ¿No es ese el encanto de vivir en lejanía el que motiva ahora, por más que ese deseo sin respuesta le haga exclamar a uno: ¿Y por qué no vuelve Sylvia?-