Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Luis Enrique Castro Vilches
Luis Enrique Castro Vilches

No volarás

Tras la muerte del abuelo, Renata no había perdido la costumbre de soñar despierta. Recordaba cuando iba a casa para estar con ella los fines de semana. Patinaban en el parque, bebían refrescos, comían helado y pasaban horas contemplando el río con su flora y sus insectos. Las libélulas son preciosas, decía el abuelo y extendía la palma de su mano por si alguna quería pasearse por allí antes de volver a la libertad. Al terminar el día, al volver a casa, el abuelo sacaba uno de sus viejos libros y le contaba algún cuento. Aquella era una época perfecta.

Los cuentos de hadas eran sus favoritos y Renata no dejaría de leerlos. Estaba convencida de que allí, entre sus páginas, encontraría la forma de convertirse en una de ellas. Le crecerían alas en la espalda, resplandecería como la luna llena y volaría libremente por los bosques; conocería gnomos, unicornios, un sinfín de criaturas fantásticas y viajaría por el mundo hasta, quién sabe, tal vez toparse con una buena persona, posiblemente una princesa, que necesitara sus servicios mágicos. ¡Podría ser su hada madrina!

Pero lo que más le entusiasmaba era la idea de que siendo hada, un día alguien podría escribir su propio cuento. ¿Y quién mejor que su madre para tal encomienda?

Todos los días la perseguía por la casa contándole sus fantasías. Al principio, la madre aparentaba mostrar sorpresa por sus ocurrencias. Con el tiempo se limitó a ignorarla con sutileza. Ya madurará, pensaba, pero los años corrían y Renata seguía suspirando con la mirada entre el papel de los libros.

—Pero no te crees esas mentiras, ¿verdad?

—No son mentiras —decía Renata y le contaba un cuento.

—¿Y no eres muy mayor para esas cosas?

Claro que no. No dejaría de creer en las hadas; eran la leña en la hoguera de sus esperanzas: mantenían con vida todas sus ilusiones

—Lo que dices no tiene sentido —dijo la madre respirando hondo, contando hasta diez, o hasta cien, no quería perder más la paciencia. ¿Habría sido muy cruel gritarle que se volvería loca de seguir así?

Renata corrió a encerrarse en su recámara. Ahogaba el sonido de su llanto con el rostro sumergido en la almohada. Después de agotar sus lágrimas, se levantó a mirarse en el espejo. Ante ella, una muchacha de cabello negro y revolcado, ojos rojos e hinchados, le miraba. Se burlaba de ella. La despreciaba.

—¿Por qué lloras? ¿Acaso ya crees en lo que dice tu madre?

No. Lo que mamá decía no era cierto. Ella estaba en lo correcto. Algún día se convertiría en hada.

—¿Será que ya sabes que tus deseos no se cumplirán?

Imposible. La chica del espejo no podía estar en su contra. ¿Por qué nadie creía en ella?

—O dime, Renata. ¿Cuál de tus sueños se ha vuelto realidad?

Ninguno. Hasta ahora ninguno.

—¿Y si dejaras de soñar? ¿Y si dejaras de vivir en tu propia pesadilla?

No sabes lo que dices. Tú no sabes nada. Sólo eres un pedazo de vidrio. ¿Qué puedes tú saber de la vida real?

—Mira eso:

A través del espejo, Renata vio una libélula volar a través de la ventana. ¡Qué sorpresa! Nunca la habían visitado. ¿Sería una señal? Porque, ahora se daba cuenta, las alas de la intrusa se parecen bastante a las de las hadas de los cuentos. ¿Verdad que sí, abuelito?

Sin pensarlo mucho, capturó al insecto con una botella de agua. La libélula revoloteó frenéticamente para liberarse. Se golpeaba contra las paredes de plástico. Se retorcía como un gusano. Era inútil.

—Lo siento mucho. Prometo no tenerte aquí por mucho tiempo. Sólo quiero pedir un deseo. Quiero ser como tú y tener magia para conceder deseos. ¿Verdad que puedes ayudarme?

Ante el silencio de su presa, Renata dedujo que aquella era una petición muy complicada; harían falta más hadas para cumplirla. Y ella conocía el lugar perfecto para conseguirlas.

Cogió la botella con sus manos y estaba a punto de salir cuando pensó: Si la abro, ¡el hada escapará! ¿Qué puedo hacer? Buscó la complicidad de la chica en el espejo. Mira eso, parecía decirle: mira cómo se retuerce: parece un gusano sin alas. ¡Pero qué haces!

Renata abrió la botella, tomó el delgado cuerpo del hada entre sus dedos y arrancó un ala tras otra.

Mírate, pareces una loca.

Los insectos se retorcían de dolor en el fondo de plástico. Proferían inaudibles chillidos desgarradores. Morían lentamente. Dirigían miradas de pánico a su cazadora. Imploraban un poquito de piedad. Desde luego, Renata no las escuchaba. Las miraba con una sonrisa bien amplia. Pronto sus sueños se harían realidad.

Muy mal hecho, dijo el reflejo de Renata cuando le mostró su colección para desafiarla; mira qué desastre. Mírame, mírate. Míralas.

Ante ella, una desconocida sostenía entre sus manos el recipiente con cadáveres de colores apagados. Se aglutinaban como cuerpos en una gran tumba. La muchacha dejó resbalar la botella de sus manos. Se miró sin querer reconocerse. ¿En qué momento había perdido la inocencia?

—¡Asesina! —dijo la chica en el espejo al verla desquiciada No dejaría de recriminárselo hasta que terminara de pisotear el bote con los restos de las hadas. Ya no quería saber de su existencia nunca más.

Hey you,
¿nos brindas un café?