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Sergio Marentes

No sirve cambiar si lo que cambia no fue nuestro 

Hoy, de repente, lamenté no haber recuperado todos los manuscritos, montañas de ellos si contamos los que perecieron desde mi niñez, que he arrojado a la basura por detectar en ellos, a tiempo, la mala calidad literaria que me caracteriza desde que recuerdo. Y lo hice porque me enteré de una nueva técnica de edición genética que consiste en arreglar genes rotos, genes no perfectos, digamos, abriendo así la puerta al tratamiento de enfermedades incurables desde antes de que estas sucedan, como lo es el martirio de arrojar a la basura un texto que, con suerte, podría mejorarse hasta convertirlo en algo potable sin necesidad del sacrificio en el abismo sin reversa. Y es que, como suele suceder con las cosas que nos cambian la vida, la noticia llegó tarde a mi vida porque, hasta donde recuerdo, en todo lo que he abandonado a su suerte, enredado con restos de comida, empaques inservibles o polvo recogido del piso, habrían con seguridad algunas semillas que a lo mejor hubieran merecido mejor destino si tan solo me lo hubiera pensado un par de veces más antes de matarlas. Pero también, y muy rápidamente, me reproché el lamentar lo que ya no tenía solución, sobre todo porque sí, la tenía, y la tiene aún, como todo lo tiene y lo tendrá: basta con recordar lo que pueda, porque será lo que deba y con eso debería bastarme. Y esto, aunque parezca de otro planeta, es lo más saludable que le puede suceder a un creador, a un panadero y a cualquier persona que tenga bajo su responsabilidad la salud de otro, como me sucede ahora mismo, pero no con la suya, desconocido lector, sino con la mía.

Así, pues, que a partir de hoy me sentaré a diario en mi memoria a escribir lo que ella recuerde y como lo recuerde, ya sea en la mañana o en la tarde. Esto sin una razón todavía fraguada, y espero que nunca forjada por completo. O mejor dicho, con la papelera a la mano, pero sin la puntería necesaria para que todo lo lanzado en caliente caiga allí, ya frío; con la cabeza fría entre las manos y con el corazón caliente sobre la mesa a la hora de comer.


Photo Credits: Markus Lippmann

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