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Dinapiera Di Donato

No importa de dónde vengas ni el lugar que ocupes

La marea humana es este muro, rayas del bosque bajo el cielo que siempre es de todos cuando avanzamos ligados a otros. Debajo no hay que perderse de vista, manchas rosa emblemáticas protegiendo las cabezas, y cabezas al aire. Identificadas o no, suben y bajan, bordean aeropuertos, son las dueñas del ruido y la furia. No quieren que sus vidas sean contadas por un idiota. Todas tienen algo que decir, ahora o nunca, contra las incursiones de los rapaces. El efecto muro de los que se juntan, disuade. Por las orillas de las multitudes coreográficas se sueltan un poco los vigías, fuertes o temerarios o desacompasados.

Aquellas políticas de cambios de régimen, la atmósfera en la que nací, llevaban su tiempo demoliendo. La narración compartida en mi casa, con pena, una noche de 1961, porque lo que sería la vida, en África Central o en Caracas, para nosotros en el interior se mezclaba en el esfuerzo sostenido de no dejarse despellejar en medio del saqueo, detrás de una muralla peligrosa, la del aislamiento. En alguna parte del territorio tendría que haber un país con más sosiego para criarse.

En la radio el mundo podía ir peor. Cuando mi abuela logró sintonizarlo esa noche nos pidió silencio y atención, los belgas anti- évolués y la ONU habían puesto a Patrice Lumumba en manos de los separatistas, para frenar la entrada de otros negociadores, y se precipitó su final. La prensa tratándolo de tirano, de ignorante, de vendido a los católicos; la opinión pública siguiendo ciegamente la propaganda, los separatistas e infiltrados mercenarios, masacrándolo. Mobutu de golpista pasando a jefe de una nación a quien bautiza de nuevo y así, la común recreación del mito mesiánico que justifica el revanchismo, el patriarca negociador absoluto de la venta de idénticas cataratas no navegables, del cunaguaro moteado que tuvimos de mascota, de las hojas grandes y de los ríos turbulentos, del oro, del cobre, del uranio, del hierro, del diamante, del agua, de la comida, de las gentes. De la vaga idea de ser urbanos, democráticos, évolués. Mi primo empezó a recitar con acento francés: yo soy el pasoté no tengo buen saboré y a mí las lombricés me tienen pavoré y yo alisaba el vestido de monja de mi muñeca misionera cargando al muñeco negrito con su argolla, despedazado y disuelto en ácido, su familia huyendo a Egipto.

La noticia mientras más remota ocupaba todo el espacio desde el trono de la radio. Las misioneras de mi colegio no lo hubieran permitido. No eran como la dominica de Caracas que latigueaba a las muchachas indias. Las misioneras de mi colegio solamente golpeaban a las desacompasadas, impredecibles, salidas de las coreografías. Noto que mi primo no está. Lo sorprendo cuando sale de la cama de un hombre que decía quererlo mucho. Yo era peor. Tan pequeña como él y ya me dejaba manosear por otro señor porque quería los libros que tenía en otro trono, la biblioteca de su casa. Si no puedes llevar el paso, basta que parezca que estás leyendo. Cuando crecimos un poco mi primo descubrió que con ahorros podríamos buscar aliados. El periódico y los libros y el aprecio se cambiaban por buen dinero. El periódico, no quisieron vendérnoslo, a la aldea traían justo los ejemplares encargados por gente muy principal. Los libros, logramos pagarlos entre todos los amigos, pero a nadie le interesaba lo que queríamos leer mi primo y yo y nuestras familias estaban enemistadas con el clan de turno.

Un burócrata principal denegó el permiso de construcción de la casa que quería darnos mi padre. Empezó a sonsacarle dinero cada mes, antes de que mi padre le robara al país, argumentaba. No todos eran señores perseguidos que mejoraban las comunidades que los acogían, la mayoría eran muertos de hambre que iban por el mundo robando lo que sus territorios les negaban. Mi padre no lo engañó con esos modales suaves, el hombre sospechó siempre que en alguna parte de su elegante indumentaria mi padre escondería pan con mortadela y Pepsi-cola. Aquello paró cuando el hombre fue premiado por una beca de especialización en el exterior. Una ahijada de mi abuela que no tuvo más remedio que casarse con él para no ser una carga familiar, nos visitó para despedirse. Tenía vergüenza del novio, adoraba los modales de mi padre. El cunaguaro, los pollos y los morrocoyes perdían el paso entre los anturios rojos bajo cuyas hojas enormes dirigíamos los asaltos a las murallas. Mi primo enfocó su catalejo hacia el obsequio que entregaba la ahijada. Detallamos dos renos de plástico recubiertos de escarcha blanca, envueltos en algodones. La caja forrada con un papel de regalo reciclado, previamente planchado, tenía un paisaje lleno de pinos. Mi abuela diciendo que el mundo era más veloz que nosotros y la ahijada encontraría su lugar en otra parte donde hasta los árboles podían moverse, sincronizados. Los renos se llenaron de lágrimas.

Un día llegó una carta de la ahijada y la abuela nos mostró la foto: esquiando con una sonrisa enorme en el paisaje del papel de envolver, caribúes y pinos vivos, con el brillo de lo nuevo, todos muy juntos. Entonces comprendimos que mi abuela había recibido una ofrenda anticipada por una petición del milagro que cumpliría.

Pero no para mi padre, extorsionado siempre por principales. Ni siquiera logró que nos quisieran en Italia. Se hacía tarde para una casa. Por una ilusión, de que había otra orilla donde un solitario no necesitaba pagar mucho para tener amor sin llorar, distraerse y leer, mi primo y yo planeábamos la fuga. Le regalamos a mi abuela el libro El principito, porque queríamos hablar francés para que no nos engañaran los negociadores belgas, y el gorila de peluche porque ella nos contó muchas veces la película de New York donde hasta un monstruo encontraba un poco de cariño.

Cuando enterramos a mi primo metí unas fotos en su ataúd para que mi abuela viera nuestra vida en Francia a pesar de que fuera exterminado en Caracas a su regreso,  por principales. El viento puede verse por las rendijas de unas rayas boreales, los copos, las nubes, el hielo azul y rosado. Las máquinas de viento y de niebla traen a los renos con una multitud que los cabalga sin perderse de vista. La sombra que hacen los pájaros y los satélites y los decretos, cada quien vigila. Sé que estoy a salvo porque aún leo y cuando camino en medio de la muralla viva. No sé hasta cuándo podré defenderme.

Me he imaginado libre, cuando tropiezo, sin ser judía,  con la  rara edición antigua en español del Zohar, en un papel delicadísimo, en la estantería de una biblioteca de barrio. Mi manera de asomarme entre los barrotes y como de costumbre, no entender los pleitos ni las alianzas de las autoridades. Aquellos comentarios del tratado del Esplendor  se leían como agua, solamente nadabas entre palabras que llevaban a otros lugares. Empecé a tomar notas. Entonces encontré la mirada del señor vestido de oscuro y de barbas, sombrero y rulos, me olió la debilidad que yo creía cortesía, lo dejé examinar el ejemplar que no estaba en arameo, desarrugó la expresión e hizo gestos admirativos con las ilustraciones. Pero cuando regresé al sábado siguiente, ni nunca más, volví a encontrar aquel libro. Y en mis notas distraídas que no diferenciaban el árbol de la vida del árbol del bien y el mal no había colocado los datos de edición. Así que no pudieron ayudarme a rastrearlo en los catálogos. Lo que quieres debes quererlo desafiante. Con identidad. Con autoridad. Arrebátalo si hace falta.

Pero mi abuela sabía que yo todo lo contemplaba indecisa. Mi primo le inyectaba esteroides para ayudarla a respirar, luchaba por su vida, luchó luego por su derecho a ser un artista en Caracas,  mientras que yo solamente perdía el paso,  distraída en las lágrimas de  los renos blancos capturados, en los bordes.

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