Según los teóricos, nosotros los adultos deberíamos ser los que inventáramos, los que descubriéramos, los que solucionáramos el mundo. Pero no, el universo no siempre funciona con la lógica de la academia, para su desilusión, y para suerte nuestra. A veces quien menos imaginamos se nos revela en forma de salida de emergencia o de luz al final del túnel, para hacernos un poco más fácil la vida. Otras veces, ese alguien, nada más pasa de largo frente a nuestra mirada atónita, sin imaginarse siquiera que está dejando una huella imborrable en nuestra memoria, y se va para siempre. Es el caso de un joven cualquiera, que recién pasó los doce años, y apareció un día en un periódico al azar para decirme, sin decírmelo, que la mutilación ficticia que le causé a mi propia imaginación podía ser curada gracias nada más que a mis propias ganas. Me dijo con su mano robótica, fabricada por él mismo usando nada más que elementos reciclados, que aquel miembro cercenado que son las novelas que emprendí alguna vez y que hoy vagan moribundas a lo largo y ancho de mi memoria y mi infinito cajón de manuscritos todavía puede curarse. Me dijo que deben de curarse, para que yo también lo haga, para que no me agarre la muerte incompleto. Me abofeteó con mover un centímetro, uno de los dedos de su mano robótica, me envió de un tirón a terminar, por lo menos dentro de lo que permiten mis posibilidades de mal escritor, todo lo que tengo pendiente, novelas, cuentos, poemas, vivir, etcétera, demás y agregados. Incluido este articuento sin tripas.
Pero lo mejor es que este no es el único caso, porque los hay por montones, desde quien a los diez años ya habla, escribe y lee en finlandés y se comunica con el mundo a través de esa lengua, que no es la materna, por cierto, hasta quien a los doce ya se inventó una fórmula mejor que la de la Coca-Cola y la distribuye gratuitamente en su escuela y a sus compañeros de calle, o aquel que, con menos de quince años, y gracias a un poco de tiempo libre, descubrió un pueblo perdido en Centroamérica que ni siquiera la Nasa con sus incontables satélites había advertido, hasta ese otro joven que, hurgando aquí y allá, en todas las grietas de Internet, ya leyó toda la novelística del siglo diecinueve y está por terminar la de los siglos anteriores, todo esto antes de sus quince años. Es decir que para terminar una novela es necesario muchísimo menos que dejar la vida en ella, y poco menos de lo que alimenta terminar de leerla, por ejemplo, para no ir más lejos, empezarla.
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