Aún es joven y el deseo es un caballo extraño y desbocado.
Un amigo lo invita a pasear por las calles de Colonia. Nietzsche lo sigue movido menos por la curiosidad que por la amistad.
Entran a una posada con luces oscuras. El amigo pide un trago. Nietzsche es abstemio.
Un grupo de mujeres llenas de seda y lentejuelas los rodean. El amigo encuentra en ese acto repentino y no casual una forma del juego. Nietzsche, en cambio, se incomoda. Se levanta de la silla y las chicas mudas lo abrazan. Entre los brazos cariñosos Nietzsche entrevé un piano.
Como si hubiera sido empujado por un motor insuperable, sortea los mimos de las jóvenes y corre hasta el piano. Toca, con los ojos cerrados, una melodía estudiada.
Reacio a la carne prematura y vana, halla en las notas fugaces una tranquilidad y un goce.
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